jueves, 26 de febrero de 2009

Noche Parisina

Por Federico Ladron Montebello


Estaba viendo que hacer de comer cuando sonó el teléfono. Venían los chicos para casa, me comentaba Joaquín del otro lado. A eso de las 11 el les había dicho que trajesen bebidas. Mi comida iba a tener que esperar.
Eran las 10:15 ¿qué estaba abierto?. Seguro los chinos. Los buenos inmigrantes trabajadores agradecían mis necesidades con su esfuerzo de sol a sol.
Iba a comprar para tomar, nunca era suficiente lo que decidía el grupo. Además, ya no quedaban en mi hogar las suficientes provisiones semanales de cerveza y fernet. Y un vino siempre tiene que sobrar en la alacena.

Emprendí viaje para acortar las 6 cuadras que se interponían en mi deseo de recostarme en el sillón con una buena cerveza fría esa calurosa noche de sábado. Gambeteando con la diez puesta, como un profesional, sorteé los estorbos originarios de la fauna urbana; mas cuando confiaba en mi victoria sobre la suciedad, un traidor se incrustó en el talón de mi zapatilla. Barriendo mi estabilidad, en un elevado resbalón me tumbó la suerte boca arriba.
Estando en la posición adecuada para ver a nuestros dioses, gruñí algunos improperios hacía los creadores y empecé a reponerme. Me enteré mas tarde, por una revista científica, que la mierda de perro adquiere ciertas propiedades deslizantes; por lo que en un día lluvioso como había resultado aquel querido sábado, cualquier hijo de Dios puede caer de espaldas cagado por las circunstancias.
No se me ocurriría algún motivo real por el cuál convencer a mi buen humor de que volviera a mí, por lo tanto pasé directamente a la siguiente alternativa que se podía elegir en estos casos: envalentonarme con el pibe que se había reído.

-¿Te parece gracioso? ¿querés que te llene de mierda la cara a ver si te causa gracia?-, vomitaron mis pulmones estilando barrabrava de mil combates, pero sin recordar ninguno que fuese digno de contar.Visto a la distancia, lo que pasó a continuación si fue gracioso.

Caminando tranquilamente por la vereda, en una noche tan estrellada que se compromete al amor, puedo pisar un mínimo obstáculo orgánico en estado de descomposición. Pero cuando los hechos cambian y tengo que suplicar a mis piernas que sigan subiendo las marchas de mi velocidad, a la carrera puedo esquivar caca, hombres, autos, veredas, y hasta un obeso con una hamburguesa provista de queso, lechuga y huevo, abanicada por su mano izquierda.

Resultó que el muchacho si quiso defender su tesis sobre la gracia, y lo hubiese hecho mal (lo cual hubiera sido humillante para su ego) si no fuera porque sus amigos no estaban lo suficientemente cuerdos para entender que las peleas son uno contra uno, y que es vergonzoso e impropio de un hombre honrado cuestionar esta verdad universal. Pero para darles a entender está situación prefería esperar, y otro día en el que mi entereza física no estuviera en juego redactar un ensayo bien fundado sobre el tema. Eché, por lo tanto, a correr como desquiciado.
No era una buena velada para los chinos tampoco. Iban a perderse el rédito despreciable que obtienen al darme el vuelto en caramelos. Esa nimiedad, miserable e insignificante, promueve al bolsillo a levantarse todas las mañanas a abrir un negocio en un país ajeno de costumbres ajenas. Es un mundo diferente, si, pero dolarizado.

Me quedé mirando la calle a la que me llevaron mis piernas, por primera vez, esa noche de infortunio. Tenía los faroles a la antigua, diría arrabalados si la expresión existiera. Me hacían recordar la imagen de un hombre de traje apoyado en un farol idéntico, esa vista que siempre asocié al tango. Por los adoquines zigzagueaban pequeños hilos de agua, restos del llanto de las nubes grises del atardecer. Un gato amarillo, a rayas, cruzaba sin respetar a ese semáforo, que no cumplía su tarea. La luna que se esquinaba en la noche por encima de los caserones inmensos no parecía tener sueño, solo estaba avergonzada.
Pasaron dos chicas a mi lado, arregladas para salir. Una de pelo negro ondulado, bailando sobre su espalda curva. La otra pecosa y de castaño claro, las mejillas hundidas en un beso de ángel. Las dos sonreían despreocupadas y sus piernas se alternaban rítmicamente para continuar su rumbo. Su charla era algo banal, pero hermosa.
-Viste lo que le pasó a Cari?-
-Si, un garrón. Guille la re cagó.-
-Hace un montón que estaba con la otra. No se como no se dio cuenta.-
-Vos sabías??-
-Si. Che, no le digas nada que sabía, eh? Porque yo….-

La escandalosa moto de un repartidor escondió en su barullo el final de la historia.
Se oyó fuerte el gritó de gol a mi derecha. Estaban jugando Gimnasia de Jujuy- Boca, así que por simple deducción los bosteros seguían con su habitual racha de orto. Si al día siguiente ganaba River éramos campeones igual, por supuesto. Y en nombre del buen fútbol, River volvió a ganar ese domingo de asados.

Volví por el camino largo para evitar desgracias. Retornaba a mi hogar sin bebidas para mis invitados y algo magullado por la caída. Eran las 11:00; seguro algún puntual me estaba puteando en la entrada. Mucho, la verdad, no me importó: fui a comprar pizza para todos. Tardaría unos minutos más, que me putearan mientras tanto. Total puteando se completa Buenos Aires.

sábado, 21 de febrero de 2009

viernes, 20 de febrero de 2009

PROXIMAMENTE

Nuevos textos de Ignacio Ceroi

Duelo de Poeta Carnivoro

Por Sebastian Molina (Poeta y Narrador de las Islas Canarias)


Porque así me lo contabas cuando concluías que la especie es machista, que el hombre no tiene la culpa de ser machista, que tú no tenias la culpa de posicionar aquella pistola en la sien de aquel mastodonte que te provocó en el recordado bar Rioplatense, mientras con sus brazos rodeaba a la tuya, a la solo tuya piba de cabellos negros y tez blanca. Rompiéndote las pelotas te dijo que “no sabia que estabas invitado” y ahí estallo tu orgullo de gaucho herido. Fuiste a buscar la pistola, y regresaste con el “como queré que me ponga la puta que te parió” y el fierro se puso duro entre los dos y era frío y dolía.
Y me argumentabas como aconsejaron a tu familia en la perrera, que es mejor una hembra, que el macho en celo te deja por una perra, pero la hembra nunca deja a su dueño.
Y volviste al bar y a la pistola, donde tu mano de hierro escupía el “tú, concha de tu madre”. Se cagó encima mientras decía entre palabras tartamudas que disculpa, que no sabía, que la vi sola y pensé.
Y entonces tu, poeta de sangre peronista, te echaste fuera del tumulto con la velocidad a la que palpitaba el corazón en la sien del retado, duelo de machos, respeto de argentino mancillado. Te esquivaría por siempre creyendo que estabas loco, desconociendo que padecías pasión de poeta devorador de palabras hechas de carne.
Y que otra cosa podías hacer tú, conjurador de palabras, sino esperar todo un mes de tus disculpas y sus reproches hasta que te volviera hablar tu musa asustada de gaucho duelo de comedores de carne. Y pedías retornar su amor alegando que la pistola era solo de aire comprimido, que solo disparaba balines para matar conejos o palomas, que era de mentira pero que ambos sabíamos que también era de verdad.
Y que tu penitencia a tanta hombría fue que te dejara varado los 30 días que tarda en regresar la luna nueva. Así me lo contabas, poeta de lastre argento, con tu elocuencia porteña en aquel otro bar flamenco de Madrid, donde una mina te rompía la pasión mostrándote sin pudor unos floreros de sobacos y un selva en las piernas, porque según ella la depilación era cosa del machismo.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Magdalena

Por Gonzalo Unamuno


Magdalena usa el pelo corto para mostrar su cuello. Mucho antes fue mi mujer. Ahora dice no serlo. Finalmente conseguí trabajo, cosa que me costo mucho, pero ella todavía no sabe de mi recuperación, y quiero darle la noticia personalmente. Se que no tengo forma de volver a enamorarla, pero a esta altura de la circunstancias, ya no se trata de eso. Entre muchas de las cosas que logré asimilar, está también esa, la de saber que ella no es la mujer para mí, ni yo su hombre.
Se que soy una persona nerviosa, pero nunca tuve intención de lastimar a nadie. Me pidieron que hablase de mi, por eso hablo de ella.

Magdalena era muy provocadora, juraría que capaz de alterar a cualquiera. Se vestía de una manera muy llamativa aunque no se vestía mal. Tengo que admitir que tenía clase y buen gusto. De su familia era la de mejor gusto. Creo que el tiempo en que empezamos a estar juntos fue su peor etapa, cosa que no me ayudó en lo más mínimo. Sus piernas, qué piernas eran. Ella lo sabía. Ella las mostraba. Aún cuando el invierno era terrible, salía con esas polleritas que no daban lugar a la indiferencia. Y yo al lado suyo. Y yo cargando con todo. A veces me preguntaba a mi mismo si yo no era un objeto más de su puesta en escena. Si no era el ser más dócil y accesible, venido al mundo para hacerle sombra. Porque una mujer con un hombre al lado brilla más. Pero que clase de hombre tiene la espalda necesaria para pasearse con Magdalena. Pocos, y el mío no es el caso. Mis tristes sesenta kilos, que podían representar al lado suyo. Que respeto era capaz de inspirarle al resto, en la calle cada vez más peligrosa de la ciudad. Lo se: ninguno. Pero traté de todas las formas. Intenté mostrar una seguridad que no tenía, hacer alarde de una felicidad de pareja que tampoco teníamos, y me preguntaba si el resto se preguntaría, qué era lo que hacía yo al lado de ella. Mi único amigo me dijo muchas veces que no me preocupase, que el que la cogía era yo, y que con eso me tenía que alcanzar y sobrar. Pero ni de esto estaba seguro. Tal vez en el hecho concreto fuese así, pero qué pasaría por su cabeza. Magdalena, ¿solo se acostaba conmigo cuando nos acostábamos? Nunca estuve seguro. Nunca quise decírselo, transmitirle esa inseguridad. Pero esa cosa que tienen las mujeres de saberlo todo. Estoy seguro que ella lo notaba.
Su carita, qué cara era. Sus ojos verdes resaltaban hasta cuando no había luz y siempre algo verde adornaba su vestimenta para hacer juego. Amaba las fotos de perfil por su nariz exacta. Las de frente también por su sonrisa de dientes apilados y blanquísimos. Pero además por el encanto innato que tiene alguna gente al sonreír. El cuello de Magdalena era la precisión, un camino intenso y excitante que unía la cara al resto del cuerpo. Se que cada tanto dudaba sobre el largo de su pelo porque este también era radiante, de un marrón poderoso, pero siempre eligió la opción de que se viese bien el cuello, a la de llevar pelo largo. Su único flanco débil eran las tetas. Casi que no tenía. Pero bajando inmediatamente la vista, volvía la sensación de estar frente a una soberbia obra de arte. La panza siempre delgadísima, chata, la comba de la cintura fina, magistral.
Un buen día me llamó al trabajo, el mejor que tuve en la vida. Yo estaba almorzando una ensalada sobre el teclado de mi computadora, y me dijo que iba a operarse. Que se sentiría más mujer con más tetas, que era una exaltación de lo femenino. Le dije que lo hiciera si eso la haría sentirse mejor, y colgué. Esa fue mi primera manifestación de una crisis que ya pasaba a mayores. No sé porque, pero rompí a trompadas el monitor y casi pierdo toda la información que estaba archivada. Los otros empleados lo vieron todo y a los pocos días estaba sin trabajo. Pero no me importó.
Magdalena con pechos sería imparable. Y fue imparable nomás. Ahora toda su preparación parecía amoldarse a los pechos que estrenaba. Se sentía más poderosa de lo que ya era, era un objeto de deseo y parecía fascinarle el rol. Y yo al lado suyo. Cargando con todo.
Magdalena a veces notaba mi incomodidad y me besaba delante de todos los que estuviesen mirando, y me decía tontito, sólo vos, vos y vos. Pero yo no le creía. Si solo a mi sin las tetas ya me alcanzaba, porque esa necesidad antinatural de agregárselas? ¿Sería la época? No lo sé.

Otra vez también pasó algo tremendo. Fue al poco tiempo de que sus padres murieran en un accidente de tránsito camino a Benito Juárez, donde tenían campo.
Llamó a esta casa, que fuera de mis padres, y me dijo que iba a tatuarse una serpiente todo a lo largo de la pierna izquierda. Yo, por la reciente y dolorosa perdida de sus padres, traté de ser lo más humano posible. Le pedí que no lo hiciese y colgué el teléfono como la primera vez. A los pocos días la serpiente estaba completa sobre su pierna. Si se tatuaba la pierna es porque la exhibiría siempre. El gesto me dolió muchísimo. Además era el primer síntoma de mal gusto que daba en su vida.

Pero Magdalena era intratable, provocadora. Magdalena vivía rodeada de amistades. Las veces que salía con estas, yo pasaba interminables noches en vela. Sentado sobre mi cama, fumando y devorándome las uñas, recreaba una a una las situaciones que según mi mismo componían la noche. Tiraba golpes al aire, disparaba a personajes nefastos que sabía reales pero que no estaban en mi dormitorio, no. Estaban viéndola a ella. Preguntando por su tatuajes. Agendando mentalmente sus pechos para la siguiente masturbación, o bien halagándole los ojos y ella sonriendo, muy campante. A todo esto, yo, su hombre, sin trabajo y sin padres como ella, pero sin dinero heredado, pero sin amigos ni relaciones, yo, el hombre venido al mundo para hacerle sombra.

Mi padre fue un obrero, una persona digna en la pobreza. Cuando cumplí los 18 años y llegué esa misma tarde de la facultad, de mi primera clase luego de aprobado el examen de ingreso, me llevó tomado del brazo todo a través del patio de la casa. Mis ojos no creían lo que estaban viendo. Había construido un estudio para mí, con escritorio, lámpara, silla y biblioteca. Me dijo que alguna vez de ese lugar en el mundo hecho por el para mi, se iba a gestar la idea genial que diese prestigio y estatus a la familia. Toda la felicidad del mundo estaba en sus ojos de aquel día. Alzó sus manos, se las quedó mirando unos segundos hermosos; todavía tenían restos de pintura. Ahora no creería lo que sale de ese estudio, lo cual me produce un dolor infinito. Igual, Magdalena nunca respetó ni entendió esto.

Ya les decía que Magdalena en el tiempo en que empezamos a salir juntos era terrible, pero increíblemente bella. En esos años hubo un episodio triste pero que raramente encuentro cada vez más lógico. Una noche pasé a buscarla porque habíamos quedado en ir a un cine muy cerca de su casa. Fue la única noche que no la sentí dispuesta a provocar a nadie. La notaba medio triste y desenfocada. Llevaba un jean oscuro y no muy ajustado, y un saquito lo bastante ancho como para que no se le notasen los pechos. Era la primera vez que no exhibía ninguno de sus espléndidos atributos. En una de las esquinas por la que teníamos que pasar obligadamente para ir al cine, había sentado un grupo de chicos que se notaba acababan de terminar de jugar un partido de futbol. Se pasaban unos cartoncitos de jugo y tomaban con desesperación. Nunca supe bien cual de ellos, pero uno, no tuvo mejor idea que disparar un piropo groserísimo a Magdalena. Yo me enfurecí pero seguí andando, sin darme la vuelta siquiera. A los pocos pasos volvieron a gritarle algo pero que no entendí esta vez. Solo vi que Magdalena se reía apenitas, sin levantar la vista. Ahí fue que me detuve. Por primera vez sentía que mis tristes sesenta kilos podían hacer pata ancha en la situación. Ella jamás se hubiese esperando una reacción de mi parte. Tal es así, que cuando me detuve no entendió qué era lo que pasaba. Muy pegado al cordón vi un caño oxidado, sería de una escoba, pero ya no tenía más que el color del óxido, lo agarré, y corrí desesperado en busca del grupo de muchachos. Ellos parecían haberse olvidado de lo que acababan de gritar, porque ninguno pareció sospechar que yo podía hacerles el más mínimo daño. Antes de tenerlos al alcance, se pusieron de pie y empezaron a correr todos en la misma dirección. Pero uno de ellos, el más lento y gordito, no pudo escapar tan rápido. Ni bien supe que de estirar la mano el caño lo alcanzaría, lo hice con toda la fuerza posible. A la altura de la oreja, el caño le reventó algo, no se bien que, algunos varios tejidos, parte misma de la oreja, piel, porque cayó al suelo desmayado y empezó a formarse un espeso charco de sangre en el piso.
Uno de los vecinos que atendía un locutorio corrió hacia mí supongo que para tratar de lincharme. Pero no me alcanzó. Corrí demasiado rápido demasiadas calles, hasta sentirme fuera de peligro. Me senté en alguna parte y lloré porque sabía que Magdalena jamás volvería conmigo y jamás iba a tener otra mujer así.

El tiempo, después, me indicó lo contrario. Ella, cuando la volví a ver, me pidió que nunca más tocase el tema y no me reprendió ni siquiera levemente. Nunca entendí bien, pero parecía decidida o enamorada. En verdad, parecía querer estar conmigo a toda costa. Llegué a pensar que no quiso tocar más el tema por no darme el gusto. Era la primera vez que actuaba como un hombre y a ella parecía no importarle. Pero claro, la víctima era un chico, y ya les digo, ella era capaz de alterar a cualquiera. Tal vez, las mujeres normales fuesen como ella. Pero en esto estoy seguro de que me equivocaba. Que más quería que hiciese, Magdalena, con lo difícil que es ser hombre al lado suyo.

Ese día del incidente fue como un destape, como el descubrimiento de una faceta de mi carácter de la que me creía incapaz. Desde ese entonces cambiaron mi manera de actuar y muchos de mis comportamientos. Pero ahora me siento bien del todo, pleno, lleno como nunca antes. De aquella primera época junto a Magdalena solo quedan apenas unos pocos fantasmas. Yo se que logré dejar de lado esos complejos y además, para mi seguridad, engordé unos cuántos kilos. Ella dice no ser más mi mujer, pero antes sí lo fue. Papá no creería que del estudio hecho por el para mi, solo salen raros sollozos que de vez en cuando interrumpen las noches, y largos mechones de pelo canoso, porque Magdalena usa el pelo corto para mostrar su cuello.

Hoy le dejé la puerta abierta y grite hacia el estudio que si quería venir a cenar comigo que viniese, porque estreno trabajo después de un largo tiempo, y quiero darle la noticia de mi recuperación personalmente. Me respondió que si, que le diese un momento para estarse lista, que iba a venir, pero algo más tarde. Fue la primera vez en años que escuché su voz. Si me acepta el consejo, le recomendaría que se apure, porque se está enfriando la comida y eso puede alterarme un poco. Pero me da la impresión de que toda su vida quiso estar conmigo. Si, eso parece. Magdalena es una mujer rara, juraría, que capaz de enloquecer a cualquiera.