viernes, 24 de abril de 2009

Relato de un doble

Por Federico Belloni


Debería tener un sobretodo marrón. Sobre la cabeza un sombrero de color idéntico, y la leve llovizna interrogando sus ojos, esfumando la luz del farol sobre el que debería estar reposando. El cigarrillo entre sus labios, ocultos tras la sombra del sombrero que eclipsara su enigmático rostro, tan enigmático como su presencia y la aureola de fuego pulsando desde su boca. También debería: el vapor levantándose desde la calle húmeda, como un espíritu resucitado a leves golpes de rocío, y el quejido anónimo de aquel gato fundamental, incógnito y negro.
Sin embargo, todo eso no. Pero sí está la esquina, su evidente espera, el ir y venir de las salas de hospital. También falta el reloj pulsera. A intervalos más o menos breves (tres cortes de semáforo) cruza la calle y se asoma a la vidriera de la pizzería para consultar el reloj. Después vuelve a cruzar, regresa.

Hace calor. El tipo ya no cruza, pero sigue contando los tres cortes de semáforo. Con seguridad sabe cuánto tiempo pasa exactamente después de los tres cortes de luz. Los segundos que tarda en cruzar y asomarse a la ventana los considera despreciables; la ventana cuidadosamente deshabitada del otro lado del vidrio. Desde que no cruza, el semáforo cambió nueve veces. Pasaron aproximadamente quince minutos. Hace calor y no llueve. Las gotas de transpiración se desprenden de mis sienes. Algunas caen sobre las teclas de la máquina de escribir. El cono de luz que se expande desde el velador me da más calor aún, sobre todo en el perfil izquierdo de mi rostro, donde impacta directamente. Voy hacia la heladera y saco el jarro con agua. Tomo un poco y también me tiro un chorro en la nuca. Hecho el resto en el plato de Cacique, que está desparramado con toda su extensión de San Bernardo sobre el sillón. Tiene los ojos entreabiertos, cubiertos por esa membrana rojiza que lo hace parecer profundamente dormido o casi agonizando. Pero tan pronto escucha la alquimia sonora entre el agua y el metal, se incorpora y va hacia el plato. Vuelvo a llenar el botellón de vidrio y lo meto en la heladera. Me voy a sentar nuevamente al escritorio. El tipo sigue ahí. Cacique se hecha a mis pies y pone el morro sobre los dedos descalzos. Tiene saliva bajo los pellejos de la trompa. Por lo menos está más fresca que el agua.
El otro a veces mira para acá. No debe ver más que el resplandor del velador emanando desde la ventana. Pero yo lo veo de frente, directamente. Desde acá, y no lo sabe, nos miramos a los ojos. No lo sabe y por eso no le cuesta sostener la mirada. Busca en el bolsillo del pantalón como se buscan las monedas pequeñas, con la terrible posibilidad de descubrir un universo que no se limita a dos trozos de tela unidos por una costura. Con la necesidad de llegar al fondo con las yemas. Cruza nuevamente a la pizzería, entra y pide el teléfono en la barra. Es curioso, de todo lo que dice, sólo logro identificar en su modulación los insultos. Insulta bastante, pero su rostro no muestra señales de irritación. Corta, sale y vuelve a cruzar. Está nervioso, lleva largo tiempo esperando. Si fumara, en este mismo instante sacaría la caja del bolsillo de atrás del pantalón y prendería un cigarrillo. Pero no fuma. Yo tampoco fumo. Me las entiendo bien con el mate, aunque hace calor. Pero sin mate no puedo escribir.
Cacique volvió al sillón. Duerme. Tiene espasmos, mueve las patas como si estuviera escapándose de algo. La pava deja caer las últimas gotas. Entonces sé que el momento llegó. Tomo el mate hasta que el ruido al sorber marca ese punto final. Como dije anteriormente, sin mate no puedo escribir, de modo que aquí concluye el escrito.

Se saca los anteojos y con el dorso de la mano seca las gotas de transpiración atrapadas en sus cejas. Abandona el escritorio y se dirige hacia la cama con las hojas que retiró de la máquina de escribir. Lo espera una valija abierta, rebalzando de objetos. Vuelve al escritorio, abre un cajón, bucea con la mano pero no halla nada. Prueba con otro y encuentra una carpeta. Coloca las hojas en ella, saca unas camisas de la valija y la deposita en el fondo. Retira un pantalón, una camisa y el revólver y cierra la maleta. Se viste.
Toma la valija y la apoya en el suelo. Está pesada. Empuja la cama hacia un costado. Se agacha y se apoya sobre las rodillas. Tantea desde su posición casi felina, deslizando la palma de la mano a lo largo de la superficie áspera de los listones de madera. Frena su movimiento, se concentra en una indagatoria circular, casi acariciando un acotadísimo sector del suelo. Sus yemas perciben un relieve sutil, un finísimo escalón. Saca una navaja del bolsillo y la desliza en la profundidad de la hendidura. Hace un breve movimiento de palanca; la madera sede fácilmente. Con la mano izquierda levanta la tapa de madera y la apoya contra la pared. Desde lo oscuro surge un vaho fresco y húmedo. Calcula a ojo mientras le devuelve la navaja al pantalón y delata con una leve mueca la fugaz satisfacción que lo ha invadido. Tal como lo ha asegurado su amigo el espacio estaba probado, la valija de cuero azul que llevaba calzaría perfectamente en el agujero, si es que lograba descubrirlo. Debe acordarse también de arrojar el manojo de llaves. Por sobre todas las cosas el manojo de llaves (no vayas a olvidarlo). Quita a la puerta la vuelta de llave y tira el manojo dentro del hueco. Es el turno de la valija. La manija está rota. La toma de los costados y la arrima hacia su pecho. Detiene su movimiento ante la emergencia de un pensamiento que se le presenta abruptamente. No expresa la menor intención de ocultar el gesto irónico, la sonrisa jocosa que estira sus labios. Se incorpora. Mira la marca que le ha dejado el cierre de la valija en el brazo. Se asoma por la ventana. El tipo sigue ahí. Regresa. Abre la valija, remueve el contenido y tantea entre la vestimenta. La superficie de la carpeta contrasta súbita y profundamente con el tejido de las medias. La extrae y saca las hojas. Luego arroja la carpeta vacía sobre las camisas, cierra la valija y finalmente la empuja; desde aquella oscuridad emite un quejido. Coloca la tapa que completa con increíble perfección la continuidad de las betas de la madera y desliza la cama, lapidando el secreto, poniendo fin a ese rito que acaso protege contra la insolente exigencia de los temores, esa nefasta jurisdicción. (No te preocupes, le pegué a cada pata de la cama un pedazo de fieltro. No hay rastro, ninguna marca en el suelo que pueda sugerir un recorrido, una evidencia. Quedate tranquilo que si no se enteraron hasta ahora no se van a dar cuenta).
Toma las hojas y las deja al lado de la pava, excepto la última que pone en el rodillo de la máquina de escribir a la altura del último renglón. “...escribir, de modo que aquí concluye el escrito”, lee y corre la cinta hasta el final de la frase. Prefiere evitar la ceremonia de la despedida; sin embargo recorre por última vez y con los ojos la habitación. Prefiere evitar el olvido. Toma la correa de Cacique que entiende inmediatamente el lenguaje y se levanta moviendo la cola hasta la puerta. Le pone la correa y baja el picaporte para abrirla. Pero casi se le olvida. Una amonestación que lo frena de súbito, y suelta la correa y el picaporte para regresar nuevamente al escritorio. Abre el tercer cajón, el último, y se topa cara a cara con el hombre en el retrato. “Casi me olvido de vos” son sus palabras al aire. Lo toma, más con respeto que con cuidado y lo va a colocar ahí, sobre la cabecera de la cama, en el único clavo que hay en la habitación, donde debería haber una cruz de madera. Casi se santiguaría si supiera cómo, si aquel hombre del retrato pretendiera esgrimirse como un ícono religioso. Pero no resulta convincente, lo descarta por completo.
Cierra la puerta. Va hasta la salida trasera del edificio. Sale. Camina tres cuadras hacia la derecha. Luego dobla nuevamente a la derecha y hace dos cuadras. Otra vez toma la derecha y casi llegando a la mitad de la segunda cuadra se detiene en un poste de luz porque Cacique levanta la pata para orinar. Aprovecha y lo ata a la columna. “Portate bien que ahora vuelvo”, dice siguiendo la marcha. Cuando llega a la tercera cuadra se dirige por última vez hacia la derecha, cerrando la figura. Cruza la calle y camina hasta la bocacalle, donde lo espera el tipo, que está parado en la esquina de enfrente -en la puerta de la pizzería- y va a su encuentro.

- Una hora- dice el tipo y golpea con el dedo índice de la mano derecha el reloj pulsera que no tiene en la muñeca izquierda.
- Asuntos pendientes- contesta tranquilamente el hombre.
- Vengo de hablar por segunda vez con el jefe, un rato más y se jodía todo. Vamos – dice y da sus primeros pasos sobre el empedrado.

Cruzan en diagonal. Son las dos de la mañana y no pasan autos ni gente. Por sobre todo, no hay gente. Los árboles inmensos parecen cerrarse de lado a lado sobre la avenida. El hecho está consumado antes de su realización, el resto es un trámite. Esa es la sensación que tiene el tipo ante la certeza de una organización perfecta, una fuerza inviolable. El silencio es casi total, salvo por el golpe de los zapatos sobre la calle y el ladrido lejano de un perro que tal vez sólo escucha el hombre, porque reconoce en él el apuro, el reclamo de Cacique.