viernes, 23 de enero de 2009

Un muchacho de Núñez

Por Gonzalo Unamuno


Por la calidez de la noche, su cielo despejado, su viento suspendido en la atmósfera acompañando la temperatura fresca y la mejilla perfumada de su novia, alternando sus hombros como método de reposo y cariño, sintió que el tiempo no pasaba para él, y de hacerlo, no representaba temor o preocupación alguna. Sencillo: era feliz.
Tenía que levantarse a las siete en punto como todas las mañanas, actualizarse con los diarios, terminar de despertarse con el mate que cebaba lento como lo bebía. La yerba, claro, sin palillos.

La madrugada avanzaba, se hicieron las cuatro y media, cuando faltándole el respeto al momento, aunque no queriendo, ofreció llevar a su novia hasta la casa, para despertarse temprano y salir hacia el trabajo con algunas horas de descanso sobre la espalda.

Llegó a su casa alrededor de las 5 y se tiró a leer buscando el sueño. Pero no lo encontró. Alrededor de las 7 sintió el pip del contestador automático de su teléfono. Sin ninguna alteración a la vista, su escritorio estaba tal cual lo había dejado la tarde anterior. El mensaje en el contestador automático que el jefe del estudio había dejado no hacía mas de media hora, le colocó sobre el rostro una sonrisa tan grande, que tal vez desentonaba con su palidez y sus ojeras. Engripado, decía, hoy no iba a ir a la oficina, por lo tanto él, tenía vía libre.

Salió al rato con lo puesto, decidió recorrer algunas librerías céntricas con la promesa de, por estar a fin de mes, no invertir en ninguna de todas las tentaciones que hallaría; detenerse para el almuerzo en algún lugar improvisado, barato, pero rico.
Lleno el estómago, añoraba la cama y el baño de su casa por igual. Optó finalmente por volver al despacho, dejar una nota que alertase a las secretarias sobre su ausencia, y partió hacia la línea D del subte, rumbo al hogar donde vivía con su madre y toda su familia.

Durante el viaje no podía precisar si el día en que quince años atrás su padrastro, entre otras cosas, lo obligara a succionarle el pito, había modificado definitivamente su morbosa concepción de la intimidad.
-Algo, igualmente, tendría que ver- se decía, cuando para sí mismo rememoraba aquel episodio.

Al descender del último vagón y gracias a su viejo libro del cuerpo humano, que con casi treinta centímetros de alto se resaltaba del tercer estante de su biblioteca, ilustrado prolijamente, a color, y con todas las definiciones de las partes que lo componen, recordaba aquella única que retenía en su memoria desde el quinto grado de la escuela primaria: Ano: Orificio en que remata el conducto digestivo y por el cual se expele el excremento.

Si bien, como cualquier otro ser vivo, se había encontrado en esa situación infinidad de veces, nunca como ahora, en la escalera mecánica del subterráneo, se había puesto a pensar cuan cerca se encontraba de ésa, quizás la parte más íntima y repulsiva del cuerpo, porque hasta entonces había actuado siempre por impulsos, de manera poco consciente.
En el escalón superior al suyo, una mujer que contaría con unos treinta y cuatro años, y a juzgar por el pronunciado ensanchamiento de su cadera, algún parto no hace tanto, perdía la vista y la atención aguardando el fin del ascenso, mientras Juan Pablo medía con su dedo índice la distancia que lo separaba del ano de la mujer.
-Ahora a seis centímetros, ahora a nueve- se acercaba y se alejaba.

Era estrictamente evaluativa y novedosa la sensación que experimentaba. No alcanzaba a ser carnal o de deseo.
Cuando llegó a su casa, no lo detuvo lo desecha que encontró su cama ni el desorden general de su dormitorio. Durmió tres horas como si estuviera saliendo de un pozo operatorio.

Entre varios tipos de rock, café semiaguado y Deep Purple, su banda preferida, la tarde pasó fugazmente.

La cena estuvo dispuesta alrededor de las nueve y se preguntó cómo algo que necesitaba de por lo menos tres horas de atención y cocción, podía esfumarse en quince minutos. Parecido a la noticia de la muerte de ese empresario que el noticiero informaba. La vida se iba como el asado al horno.

Casi sin hablar, mientras mascaba, se prometía a sí mismo renovar el viejo camisón rosado de su madre venido a trapo con su próximo sueldo.

Cuando salió, la mañana siguiente del nuevo día, confirmaba lo monótono que era su transcurrir por el reino del señor, tanto, que lo único que alteró su viaje de ida fue encontrarse, ésta vez, a unos ocho metros aproximados del ano de la tarde anterior.
Caminó hasta colocarse a cuarenta centímetros, cosa de poder entrar en el mismo vagón.

No era lo que se dice una mujer preciosa. Ni siquiera linda. Era, pensaba, de ésas que tienen que tener muy linda sonrisa así como carácter y sentido del humor para enamorar a alguien. Por desgracia para su puntualidad, la mujer bajó en la misma estación que él, pero decidió seguirla y hasta faltar en caso de ser necesario.

Trabajaba en un edificio de oficinas de la calle Ayacucho y por cómo la saludó el portero al ingresar, Juan Pablo dedujo que no desempeñaba un rol importante dentro del mismo.

La noche en que Marianito de catorce años y colegio pago de esos de blazer verde y pantalones grises preguntó a su padre qué significaba un bucal a diez pesos solo para vos hermoso, Carlos, no sin antes consultar a su esposa, se decidió a Organizar la protesta y juntar las firmas.
Hasta la médula de las miradas que sus hijos dedicaban a esas muchachotas de tacones, de rush corrido y disperso en todas las esquinas de Palermo pasadas las diez de la noche, los vecinos que cortaban la calle impidieron que Juan Pablo pudiera ingresar al estudio.
Reclamaban la creación de una zona roja por parte del gobierno, donde el verde de los parques no se viera mañana tras mañana adornado por preservativos, consoladores o lápices labiales.
Además, muchos de ellos corrían el riesgo de ser descubiertos por sus mujeres, amigos o superiores. No era seguro.

Ésta vez, Juan Pablo no quiso volver a su casa. Quizás pensarían que algo le habría pasado.

En un café que enfrentaba sus siete metros de ancho al edificio donde trabajaba la mujer que había seguido, leyó los diarios y consideró durante varios segundos la idea de arrebatarle la cartera, que colgaba indefensa en el respaldo de la silla, a la vieja que exageraba sus modales siendo reticente a asumir lo penoso de su decadencia.

Cuando la vio salir del edificio, pagó su café con leche pero no dejó propina.
Recurrió a un viejo recurso del ingenio para dar con el nombre de la mujer que ahora se alejaba por Lavalle.
Con cara de despiste o muchacho del correo, preguntó al portero:
-Disculpe, maestro, ¿la señorita que acaba de salir es Patricia Castillo?- -llevo días buscándola- aclaró.
-Quién, ¿Soledad? Y el portero la apuntó con el dedo porque había escuchado mal. ¿para qué la busca?-
-Sí, Soledad, ¿pero es Castillo de apellido? Tengo una entrega para ese nombre.
-No, Estévez es ella de apellido. ¿Quiere que pregunte si hay alguien Castillo?
Ni siquiera le contestó. Salió rápido del edificio y en el reflejo del vidrio que ahora dejaba a sus espaldas, notó que tenía la bragueta baja y el pelo inflado por la humedad.

Entre noventa y ciento diez eran los Estévez que figuraban en la guía telefónica de la Capital Federal. Antecedido con el nombre de Soledad, la cantidad de Estévez se reducía a cuatro. Anotó los teléfonos en el reverso de la tarjetita del subte, que, de verla su jefe, lo alcahuetearía de que llegaba tarde y salió para su casa. Podía tener el domicilio con el apellido de su marido en caso de ser una mujer casada y así no la encontraría nunca, pero eso ya dependía de la suerte que corriera.

Desde el quiosco de enfrente llamó a los cuatro teléfonos anotados pero lo atendieron solamente tres. A juzgar por la voz de las distintas Soledades y tratando de adherirlas mentalmente al cuerpo de la que el buscaba, creyó y con razón, como después confirmaría, que no era ninguna de ellas.
La primera por muy vieja; la segunda por voz de gorda soprano, y la tercera porque la sollozantes frases del señor que atendió y le agradeció a la vez que explicaba que todos la quisimos mucho, que gracias por llamar, que no tenía porqué, le indicó la noticia de que no hacía mucho había fallecido.
La única que entonces quedaba por llamar era una tal Soledad Estévez Mosquera, pero no atendía, y la voz en el contestador sí encajaba de lleno con la cintura ensanchada y el taconeo solterón con que pisaba.
La dirección que acompañaba a ese número telefónico era Mendoza 3422. Sin más detalles que esos, por ende, era una casa y cerca de la suya.

La vigilia de Juan Pablo en la esquina misma de la calle duró once cigarrillos. La vio venir derechito, pero un tipo fornido lo mantuvo a raya de la situación. Ella, con señales de magnífico pulso, embocó fácilmente la llave en la cerradura y entró demasiado rápido como para que pudiera interceptarla.
Cuando Juan Pablo advirtió que la casa carecía de portero eléctrico se alegró de que la mujer tuviese que abrir la puerta para recibir a la gente. Lo que si no le causó ninguna gracia fue la llegada, desde un pasillo lateral que comunicaba al patio, de un rotweiller de cincuenta kilos que alardeaba buena salud, vitalidad, ira, y una dentadura genial entre cada ladrido.

Desde la última vez que preparando cereales con leche en su cocina, a las tres de la madrugada, la delgadísima y larga cola de una rata le rozara el dedo gordo del pie, la mamá de Juan Pablo colocaba recipientes chiquitos detrás las puertas y cerca del tacho, bien cargaditos hasta el tope de veneno.
La idea se le ocurrió justo al momento de toparse al perro, era buena, pero le retrasaba las cosas.

Entonces volvió caminando hasta su casa. Tomó en su palma derecha una buena cantidad de veneno para ratas, y sacando de la heladera la carne picada que daban cada noche a su propio perro para que no perdiera los últimos careados dientecitos, mezcló el veneno con la carne formando una albóndiga con la capacidad de tumbar un ejército de toros.

Cuando volvió a la calle Mendoza, el rotweiller descansaba tras las rejas del porche. Disimuladamente, Juan Pablo introdujo una de sus manos por entre las rejas y dio en el hocico del can con la albóndiga de un solo tiro.
Se alejó nuevamente hasta la esquina donde consideró, una vez que hubo terminado tres cigarrillos al hilo, que el perro ya habría comido la albóndiga envenenada.
Al llegar lo vio recostado, sus latidos y su respiración todavía eran marcados, pero los ojos no eran los mismos. Mientras agonizaba, volvió a tocar el timbre con insistencia.
Pasado casi un minuto de espera, la mujer salió de la casa y se disculpó diciendo:
-Si, perdón por la tardanza, es que me estaba bañando y no escuché el ladrido del perro- -qué necesita?-

La cara de enfermo mental, sádico, apestoso, y el caño del revolver que apuntaba directo hacia el estómago de la mujer no alcanzaron para que no dudase en abrir la puerta, que finalmente, dadas sus escasas probabilidades de sobrevivir, abrió.

La casa era amplia, venida a menos, alta, y los muebles no eran lo que se dice nuevos.

-Bajate los pantalones- le gritó con autoridad Juan Pablo justo cuando Soledad pensaba en que objeto sería el más nockeante para rompérselo en la cabeza.
-Estás loco, por favor, lleváte todo lo que quieras. Arriba en la habitación tengo mucha plata-
-No se trata de plata. Esto no es un robo. Vengo a romperte el culo-
-Queeee???- ahora sí llorando se tiró al suelo la mujer.
Mientras ella lloraba, él pensó si no habría alguien más en la casa.
-Si, lo que escuchaste. Cuando se me pone un culo en la cabeza, no puedo volver a ser yo hasta no terminar con su portadora-
-Sos un enfermo!- rugía Soledad en su desconsuelo– qué es esto? Por el amor de Dios, dejáme vivir hijo de puta!-
-Los pantalones te dije. Sacátelos-

Sus experiencias anteriores le decían que esta mujer no estaba capacitada para sacárselos por sus propios medios.
Como tantas veces en el pasado, iba a recurrir al culatazo en la nuca.
En ese momento sintió que alguien tocaba el timbre, pero nada lo distrajo.
No alcanzaba a sentirse preocupado, ocupado sí, pero sabía que aún estaba viva, aunque indefensa como los primeros meses de vida.
Desconocía ese tipo de cierre ladeado. De igual manera no le tomó mucho trabajo bajarle conjuntamente los pantalones y la bombacha color lila.
Debido al calibre largo y angosto de su arma no hubo mayor inconveniente en que ingresara casi completo por el recto, pese a no utilizar ningún tipo de dilatante.
Su victima número diecinueve no alcanzó nunca a engrosar la lista donde luego de cada crimen colocaba el nombre en la pizarra de su dormitorio.
La policía, que fue alertada por la viejita que venía a traerle la ropa limpia, al ver muerto el perro, tardó un tiempo entendible en llegar al centro de la escena. Sin disparos ni resistencia, se entregó a las autoridades.

Después del allanamiento a su hogar, se conocieron los otros dieciocho crímenes con violación sin resolver que años atrás conmovieron a la ciudadanía.
Juan Pablo Sertore hallaría su fin en la cárcel por la misma vía que lo habían hecho todas sus víctimas; por el culo. En su declaración negó sentirse arrepentido, asegurando que de tener la oportunidad volvería a actuar de la misma manera. Camino al patrullero, un reportero le pregunto si se iba a declarar minusválido mental para no ir a la cárcel, a lo que contestó: de ninguna manera.
Invocando a su madre, dato curioso, pidió por favor se le concediera como última voluntad, la entrega de un camisón nuevo, rosado, que se podía conseguir en la avenida Cabildo, a la altura del setecientos.

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