domingo, 6 de diciembre de 2009

Esperado debut de Tomás Maver


Se viene el primer libro del poeta Tomás Maver. Este Jueves 10 de diciembre, la incesante nieve nos convoca a todos. Por la buena poesía, junto a los amigos de la editorial Huesos de Jibia, los esperamos!

miércoles, 4 de noviembre de 2009

Presentamos "El vermú de la gente bien" de Gonzalo Unamuno

Gente, el miércoles 25 de noviembre a las 19.30hs, en el SanitS Bar, presentamos "El vermú de la gente bien" el nuevo libro de cuentos de Gonzalo Unamuno.
En referencia al título va a haber una pasada de Vermú, toca en vivo GEMMARUBÍ y se filma la película de la presentación. El costo del libro es de $30 y están todos invitados.

La dirección es: Lavalle 4082 (Esq. Gascón, donde nace Estado de Israel y se abre Córdoba)

martes, 22 de septiembre de 2009

Ciclo de Ciclos

Nos damos el gustazo de invitarlos a un nuevo ciclo de ciclos, con cuenteros y cuenteras, poetas y que poetas, y músicas músicas.

Un encuentro bien flauer pauer,

gratis y bueno:

VIERNES 25/09 – 21 hs

)el asunto( invita a Galundia Moera y a Lucas Funes Oliveira

Poesía Urbana invita a Adán

Milena Caserola presenta a Gonzalo Unamuno

Ezequiel Abalos a Diego Lebedinsky

Ale Raymond a Pat Morita

y Pat a Nieves Gorchs

en el Punto de Encuentro,

Hipólito Irigoyen 1440,

Congreso

INVITA: www.lavaca.org, www.poesiaurbana.com, www.milenacaserola.blogspot.com, www.elasunto.com.ar, www.lapipicucu.blogspot.com, www.ezequielabalos.com.ar

viernes, 24 de abril de 2009

Relato de un doble

Por Federico Belloni


Debería tener un sobretodo marrón. Sobre la cabeza un sombrero de color idéntico, y la leve llovizna interrogando sus ojos, esfumando la luz del farol sobre el que debería estar reposando. El cigarrillo entre sus labios, ocultos tras la sombra del sombrero que eclipsara su enigmático rostro, tan enigmático como su presencia y la aureola de fuego pulsando desde su boca. También debería: el vapor levantándose desde la calle húmeda, como un espíritu resucitado a leves golpes de rocío, y el quejido anónimo de aquel gato fundamental, incógnito y negro.
Sin embargo, todo eso no. Pero sí está la esquina, su evidente espera, el ir y venir de las salas de hospital. También falta el reloj pulsera. A intervalos más o menos breves (tres cortes de semáforo) cruza la calle y se asoma a la vidriera de la pizzería para consultar el reloj. Después vuelve a cruzar, regresa.

Hace calor. El tipo ya no cruza, pero sigue contando los tres cortes de semáforo. Con seguridad sabe cuánto tiempo pasa exactamente después de los tres cortes de luz. Los segundos que tarda en cruzar y asomarse a la ventana los considera despreciables; la ventana cuidadosamente deshabitada del otro lado del vidrio. Desde que no cruza, el semáforo cambió nueve veces. Pasaron aproximadamente quince minutos. Hace calor y no llueve. Las gotas de transpiración se desprenden de mis sienes. Algunas caen sobre las teclas de la máquina de escribir. El cono de luz que se expande desde el velador me da más calor aún, sobre todo en el perfil izquierdo de mi rostro, donde impacta directamente. Voy hacia la heladera y saco el jarro con agua. Tomo un poco y también me tiro un chorro en la nuca. Hecho el resto en el plato de Cacique, que está desparramado con toda su extensión de San Bernardo sobre el sillón. Tiene los ojos entreabiertos, cubiertos por esa membrana rojiza que lo hace parecer profundamente dormido o casi agonizando. Pero tan pronto escucha la alquimia sonora entre el agua y el metal, se incorpora y va hacia el plato. Vuelvo a llenar el botellón de vidrio y lo meto en la heladera. Me voy a sentar nuevamente al escritorio. El tipo sigue ahí. Cacique se hecha a mis pies y pone el morro sobre los dedos descalzos. Tiene saliva bajo los pellejos de la trompa. Por lo menos está más fresca que el agua.
El otro a veces mira para acá. No debe ver más que el resplandor del velador emanando desde la ventana. Pero yo lo veo de frente, directamente. Desde acá, y no lo sabe, nos miramos a los ojos. No lo sabe y por eso no le cuesta sostener la mirada. Busca en el bolsillo del pantalón como se buscan las monedas pequeñas, con la terrible posibilidad de descubrir un universo que no se limita a dos trozos de tela unidos por una costura. Con la necesidad de llegar al fondo con las yemas. Cruza nuevamente a la pizzería, entra y pide el teléfono en la barra. Es curioso, de todo lo que dice, sólo logro identificar en su modulación los insultos. Insulta bastante, pero su rostro no muestra señales de irritación. Corta, sale y vuelve a cruzar. Está nervioso, lleva largo tiempo esperando. Si fumara, en este mismo instante sacaría la caja del bolsillo de atrás del pantalón y prendería un cigarrillo. Pero no fuma. Yo tampoco fumo. Me las entiendo bien con el mate, aunque hace calor. Pero sin mate no puedo escribir.
Cacique volvió al sillón. Duerme. Tiene espasmos, mueve las patas como si estuviera escapándose de algo. La pava deja caer las últimas gotas. Entonces sé que el momento llegó. Tomo el mate hasta que el ruido al sorber marca ese punto final. Como dije anteriormente, sin mate no puedo escribir, de modo que aquí concluye el escrito.

Se saca los anteojos y con el dorso de la mano seca las gotas de transpiración atrapadas en sus cejas. Abandona el escritorio y se dirige hacia la cama con las hojas que retiró de la máquina de escribir. Lo espera una valija abierta, rebalzando de objetos. Vuelve al escritorio, abre un cajón, bucea con la mano pero no halla nada. Prueba con otro y encuentra una carpeta. Coloca las hojas en ella, saca unas camisas de la valija y la deposita en el fondo. Retira un pantalón, una camisa y el revólver y cierra la maleta. Se viste.
Toma la valija y la apoya en el suelo. Está pesada. Empuja la cama hacia un costado. Se agacha y se apoya sobre las rodillas. Tantea desde su posición casi felina, deslizando la palma de la mano a lo largo de la superficie áspera de los listones de madera. Frena su movimiento, se concentra en una indagatoria circular, casi acariciando un acotadísimo sector del suelo. Sus yemas perciben un relieve sutil, un finísimo escalón. Saca una navaja del bolsillo y la desliza en la profundidad de la hendidura. Hace un breve movimiento de palanca; la madera sede fácilmente. Con la mano izquierda levanta la tapa de madera y la apoya contra la pared. Desde lo oscuro surge un vaho fresco y húmedo. Calcula a ojo mientras le devuelve la navaja al pantalón y delata con una leve mueca la fugaz satisfacción que lo ha invadido. Tal como lo ha asegurado su amigo el espacio estaba probado, la valija de cuero azul que llevaba calzaría perfectamente en el agujero, si es que lograba descubrirlo. Debe acordarse también de arrojar el manojo de llaves. Por sobre todas las cosas el manojo de llaves (no vayas a olvidarlo). Quita a la puerta la vuelta de llave y tira el manojo dentro del hueco. Es el turno de la valija. La manija está rota. La toma de los costados y la arrima hacia su pecho. Detiene su movimiento ante la emergencia de un pensamiento que se le presenta abruptamente. No expresa la menor intención de ocultar el gesto irónico, la sonrisa jocosa que estira sus labios. Se incorpora. Mira la marca que le ha dejado el cierre de la valija en el brazo. Se asoma por la ventana. El tipo sigue ahí. Regresa. Abre la valija, remueve el contenido y tantea entre la vestimenta. La superficie de la carpeta contrasta súbita y profundamente con el tejido de las medias. La extrae y saca las hojas. Luego arroja la carpeta vacía sobre las camisas, cierra la valija y finalmente la empuja; desde aquella oscuridad emite un quejido. Coloca la tapa que completa con increíble perfección la continuidad de las betas de la madera y desliza la cama, lapidando el secreto, poniendo fin a ese rito que acaso protege contra la insolente exigencia de los temores, esa nefasta jurisdicción. (No te preocupes, le pegué a cada pata de la cama un pedazo de fieltro. No hay rastro, ninguna marca en el suelo que pueda sugerir un recorrido, una evidencia. Quedate tranquilo que si no se enteraron hasta ahora no se van a dar cuenta).
Toma las hojas y las deja al lado de la pava, excepto la última que pone en el rodillo de la máquina de escribir a la altura del último renglón. “...escribir, de modo que aquí concluye el escrito”, lee y corre la cinta hasta el final de la frase. Prefiere evitar la ceremonia de la despedida; sin embargo recorre por última vez y con los ojos la habitación. Prefiere evitar el olvido. Toma la correa de Cacique que entiende inmediatamente el lenguaje y se levanta moviendo la cola hasta la puerta. Le pone la correa y baja el picaporte para abrirla. Pero casi se le olvida. Una amonestación que lo frena de súbito, y suelta la correa y el picaporte para regresar nuevamente al escritorio. Abre el tercer cajón, el último, y se topa cara a cara con el hombre en el retrato. “Casi me olvido de vos” son sus palabras al aire. Lo toma, más con respeto que con cuidado y lo va a colocar ahí, sobre la cabecera de la cama, en el único clavo que hay en la habitación, donde debería haber una cruz de madera. Casi se santiguaría si supiera cómo, si aquel hombre del retrato pretendiera esgrimirse como un ícono religioso. Pero no resulta convincente, lo descarta por completo.
Cierra la puerta. Va hasta la salida trasera del edificio. Sale. Camina tres cuadras hacia la derecha. Luego dobla nuevamente a la derecha y hace dos cuadras. Otra vez toma la derecha y casi llegando a la mitad de la segunda cuadra se detiene en un poste de luz porque Cacique levanta la pata para orinar. Aprovecha y lo ata a la columna. “Portate bien que ahora vuelvo”, dice siguiendo la marcha. Cuando llega a la tercera cuadra se dirige por última vez hacia la derecha, cerrando la figura. Cruza la calle y camina hasta la bocacalle, donde lo espera el tipo, que está parado en la esquina de enfrente -en la puerta de la pizzería- y va a su encuentro.

- Una hora- dice el tipo y golpea con el dedo índice de la mano derecha el reloj pulsera que no tiene en la muñeca izquierda.
- Asuntos pendientes- contesta tranquilamente el hombre.
- Vengo de hablar por segunda vez con el jefe, un rato más y se jodía todo. Vamos – dice y da sus primeros pasos sobre el empedrado.

Cruzan en diagonal. Son las dos de la mañana y no pasan autos ni gente. Por sobre todo, no hay gente. Los árboles inmensos parecen cerrarse de lado a lado sobre la avenida. El hecho está consumado antes de su realización, el resto es un trámite. Esa es la sensación que tiene el tipo ante la certeza de una organización perfecta, una fuerza inviolable. El silencio es casi total, salvo por el golpe de los zapatos sobre la calle y el ladrido lejano de un perro que tal vez sólo escucha el hombre, porque reconoce en él el apuro, el reclamo de Cacique.

miércoles, 4 de marzo de 2009

NOTAS DE ANÁLISIS

Por Tom Maver


Sobre El club de la pelea, The dark knight (la nueva de Batman) y Los siete locos, de Roberto Arlt.

PARTE I: El club de la pelea o La pelea por saber perder el control

“-Is that what a man looks like?
(señalando una publicidad donde un hombre tiene la zona abdominal muy marcada)
-Oh, self-improvement is masturbation. Now, self-destruction…”


Hay en El club de la pelea el nacimiento y evolución de una sociedad secreta, conspirativa, que busca: des-cubrir las comodidades de la sociedad pop estadounidense, sacar la modorra y presidir una forma de vivir en rebeldía contra esa sociedad paralizada frente a los televisores.
En verdad no hay otra forma de vivir para ellos que no sea contra de la sociedad que desprecian, en choque con ella, y por eso se dedican a disolverla –sin poder salir en verdad de esta sociedad que detestan pues la necesitan para que su propia actividad tenga sentido. Como se verá más adelante, El club de la pelea es autodestructivo, dado que quiere aniquilar a una sociedad que, en definitiva, los incluye –aunque sea como opositores.

Ahora bien, ¿qué clase de política se perfila en El club de la pelea?¿Hay una política, o es sólo un descontento que no coagula en nada?¿Quiénes integran esta suerte de sociedad secreta?: Mozos, gente de oficina, custodios, cocineros, enfermeros: gente no excepcional, pero que persiguen ciegamente a Tyler, un personaje carismático.

El club de la pelea es autodestructivo, pero no arbitrario: no por nada empieza a formarse con estas peleas callejeras gratuitas. Gratuitas en el doble sentido: económicamente pues no cuesta dinero pelear, y en cuanto a su falta de sentido aparente: si no se pelea por dinero, entonces ¿para/por qué se pelea? ¿Contra quién pelean?¿qué buscan?¿qué extraño alivio y cambio sienten recibiendo golpes y dándolos?
Por lo que dice Tyler, desdeñan la propiedad privada, las posesiones materiales, accesorias. No siguen los modelos de vida pautados por las publicidades, las películas y el american way of life. Consideran que lo imprescindible fue tapado, saboteados los verdaderos deseos por publicidades de ropa y lujos mezquinos, necesidades suplentes, inventadas para ocupar el lugar de lo dionisíaco, para tranquilizarlo y que no ambicione con tomar el control sobre las pasiones, sino sólo sobre las compras, la fama, la imagen.
En este sentido me parece que si hay una política, es una política del espíritu, una metafísica, incluso una moral.

Quieren cambiar la vida sin tener una idea clara de cómo vivir. Quizá por eso la forma final de la sociedad secreta sea la paranoia y la esquizofrenia. Tal como termina el protagonista principal. Para aclarar: pensemos que los que ingresan al Club, de algún modo, cambian. No sólo se cortan el pelo, las uñas, para pelear, sino también cambian su actitud para con el resto de sus cosas, como si la verdadera vida sea esa de las peleas, y no la antigua vida anónima, rutinaria, de oficina. Con Rimbaud, podrían decir: “La verdadera vida está en otra parte”. Empiezan a ser críticos de todo lo que ven: La frase del comienzo de este trabajo fue dicha por Tyler cuando el otro le pregunta cómo se debe ver un hombre. Sin embargo, y a pesar de todo esto, la película termina por mostrar un cambio que se da solamente en el plano “mental” del personaje principal: está loco, esquizofrénico. Entonces, en el fondo, ¿qué cambia? Con Tyler asesinado por el propio protagonista, ¿eso queda? ¿Un simple oficinista temeroso que, por fin, se volvió “normal” matando, reprimiendo, su otro lado?
Si en un primer momento el cambio en la vida implicaba una crítica desde el pensamiento y la acción, al final es meramente la represión que sobre cada conciencia aplica la sociedad que querían cambiar.

Socavar la sociedad desde la sociedad misma, volverla en su contra (como una enfermedad mental con el enfermo). No apelan a la historia, a otras formas posibles de sociedad, a otros países. No pueden ver por fuera de donde están, de ellos mismos, por eso no hay otra salida que la destrucción de lo único que conocen.

Socavar la sociedad a partir de ella, con lo que ella nos provee: explosivos caseros, armados a partir de aquello que nos rodea y que no sabemos que puede usarse para destruir. “Algo estudia uno para destruir la sociedad”, dice Erdosain, protagonista de Los siete locos. Ellos no estudian, pero aprenden de Tyler para después hacérselo conocer al resto de la sociedad: quieren ser los pedagogos de la destrucción, enseñarla, hacer partícipes a los demás que la integran.

Como dice Sylvia Saítta sobre Arlt, hay un uso de ‘otros saberes’. Si en Arlt eran la galvanoplasia, los inventos, los ‘saberes del pobre’ sacados de revistas baratas de divulgación, en El club de la pelea, a la vez que buscan destruir la sociedad, concientizarla por el terror, además vienen a mostrar lo cerca que siempre estuvimos de los medios para eso, y lo ciegos que nos volvieron. Hay que abrir los ojos, desarmar la ‘ilusión de seguridad’ de una salida de emergencia en una avión a 3000 metros de altura, saber que el oxígeno de las máscaras en realidad nos ponen high para aceptar el destino fatal y no volvernos locos de miedo. Hay que conocernos, experimentar con lo límite, con el dolor, el miedo, desbaratar lo normal, aceptar y recibir el sufrimiento, lidiar con él, entender la falacia del dinero, de la fama, de la imagen que están para dominar lo que con un par de peleas callejeras deja de importar.

En ese sentido son anarquistas: no piensan en un gobierno. A diferencia de Los siete locos, estos no van más allá del complot. No piensan una forma de gobierno, sus ideas terminan en la destrucción. Aunque en realidad tampoco es una destrucción del gobierno, no es política sino del espíritu, como dije antes: son morales y metafísicos los objetivos de Tyler. Liquidar costumbres que nos matan el deseo, a las que sin darnos cuenta estamos resignados. Piensan una forma de libertad, de desarmar el discurso de la televisión, las publicidades que no nos dejan tiempo siquiera de saber que existen otras formas de vivir. Las personas que ingresan al club de la pelea, son gente que está necesitando algo que los dé un propósito en esta vida que la sociedad donde viven no puede proveerles.

Y por eso el final es tan abrupto. Porque no se puede pensar más allá de ese desfalco a los bancos. Ahí tiene que terminar la película porque desde ahí ya no hay a dónde avanzar.
Pero pensemos que por ejemplo la idea de progreso esta sociedad no sólo no la desconoce sino que está a merced de ella. Si aceptamos esto, podemos pensar que esta organización disolvente aunque organizada (sistema de reclutación, de trabajo, particular nomenclatura de sus socios, reglas generales, etc), con un líder visible que a medida que la organización crece se torna cada vez más enigmático, va agrandándose, dando mayor alcance a sus objetivos, teniendo más adeptos: es decir que, de algún modo, la organización progresa en términos empresariales. Por más que no tenga una base económica, aspira a liquidar los centros financieros del país. Así entra en el orden de una empresa comercial exitosa, una sociedad anónima en definitiva: socios sin nombre, líderes invisibles, sedes por todos lados.

Quiero decir:¿por qué no hacer una suerte de guerra de guerrillas? Y la respuesta me parece que es ésta: porque no pueden salir de lo que son. Ellos son eso mismo que detestan, y no pueden más que acoplarse, seguir los pasos de lo que conocen –una empresa organizada para lucrar- para, después, destruirla y (¿o para?) destruirse.

Lo que muestra la película no sólo es una traición, una debilidad, sino también un alto desprecio de los personajes por sí mismos, o de una sociedad por sí misma.

Porque también puede leerse como ironía que sea justamente Brad Pitt quien dice: “We are by-products of a lifestyle obsession. Murder, crime, poverty, these things don’t concern me. What concerns me are celebrity magazines, television with 500 channels, some guy’s name on my underwear. (…) I say: never be complete (…) Let the chips fall where they may.” Pero, ¿no es acaso Brad Pitt el símbolo de todo eso que Tyler detesta y que dice que hay que echar por al borda?

Un mensaje que quiere en principio ser disolvente con respecto a la sociedad moderna no puede más que terminar por traicionarse en la pantalla del cine que mira un señor con la familia comiendo pochoclos y tomando Coca-cola.
El éxito final lo tiene la sociedad consumidora que, déjenme hacer un paréntesis, lleva a que la Academia de los Oscars premie siempre aquello que esa misma sociedad margina y desprecia: Shine, My name is Sam, Forest Gump, Dead man walking, Quills, sólo por nombrar unas pocas. Pero una sociedad individualista, que piensa en el éxito, para sentirse bien consigo misma, tiene que premiar a los actores que representen locos, enfermos, asesinos condenados a muerte, artistas extravagantes, pobres, retrasados mentales.
Esta misma sociedad es la que de algún modo obliga que a este personaje esté loco y no cuerdo. Y no sólo eso, sino que este esquizofrénico (otra aclaración: Edward Norton no tiene nombre) termina por matar a su parte rebelde, revoltosa, viva, dionisíaca, (con nombre y apellido: Tyler Durden) para que encima la película tenga por escena final a este personaje, ya libre del mal, ya normal, dándole la mano a la chica –aclaración: en una película donde todo el tiempo el amor burgués de clase media es dejado de lado por una pasión sexual insaciable, inconforme. Además la falta de realidad de esa escena final, donde las torres de los bancos se derrumban (véase la destrucción del hospital en Batman, the Dark Knight como para confrontar), viene a darnos, junto con lo antes dicho, la tranquilidad de que sólo es una película, y el personaje sólo un loco –que por suerte se “mejora”.
A la escena final se le saca la fuerza de las ideas para darle la debilidad de un efecto especial mal hecho.
Si el Astrólogo lo que hace continuamente es hacer creer a sus interlocutores que cada uno de sus planes descabellados para destruir la sociedad son posibles, El club de la pelea viene a sacarle credibilidad a la imaginación, poder a las ideas y provocaciones a lo dicho por Tyler. En suma, a ser materialista, dar solamente hechos, información para que la audiencia comprenda que el otro está loco. El final viene a corregir a Tyler.

Véase por ejemplo la frase del comienzo de este trabajo. O si no ésta: “Hitting the bottom isn’t a weekend retreat. It’s not a goddamned seminar. Stop trying to control everything and just let go”. Piénsese en las escenas en que Tyler le quema la mano al otro, o cuando, en busca de nuevas experiencias, se dejan llevar por el auto hasta chocar. O cuando Tyler hace que el departamento del otro vuele en pedazos. O, sin ir más lejos: las peleas. Dos citas más para que se vea bien las ideas fuertes que hay detrás de este “loco”:
“In the world I see you’re stalking elk through the Grand Canyon forests around the ruins of Rockefeller Center.”
“I see all this potential and I see it squandered. Goddamn it, an entire generation pumping up gasoline, waiting tables, slaves with white collars. Advertising has us chasing cars and clothes. Working jobs we hate so we can buy shit we don’t need. We’re the middle children of History. No purpose or place. We have no Great War, no Great Depression. Our great war is a spiritual war, our great depression is our lives.”

Entonces digo, algo que comienza tan peligroso, descontento, imprudente, disconforme, insumiso, lúcido, termina domesticado por aquello mismo contra lo que luchaba. El individualismo de la sociedad pop estadounidense se manifiesta acá de modo exacerbado, triunfando sobre esta sociedad secreta que intenta que este individualismo salga del hermetismo de las ideas que acepta pasivamente, este complot que busca que el individuo se desborde, salga de sí mismo y se vuelva irreconocible para la sociedad de corbata y camisa.
Cuando Tyler le quema la mano le dice que no se vaya del dolor, que se concentre por sentirlo plenamente, hasta que el sufrimiento toque algo parecido al placer de estar viviendo, sintiendo. Eso es justamente lo que en el final no se hace. El protagonista, después de matar a Tyler (habría que decir primero, que esto sucede después de que la película haga del protagonista un loco), se queda con esa parte suya que protege ese individualismo Holywoodense: la parte temerosa, conciliadora, familiar, lógica, predecible, exitosa, normal, anónima.

Hago hincapié en esta locura porque es el modo de que todo se vuelva tranquilamente irreal, pierda esa fuerza con que venía siendo: es decir que sea algo posible. Al final no era más que el desvarío de un loco, y así se le quita responsabilidad sobre lo que hizo, se le quita la conciencia que vimos que tiene, y todo el valor de sus acciones quedan anuladas para tranquilidad del señor y su familia que, por suerte, del susto no volcaron su Coca-Cola.


PARTE II: The Dark Knight o La organizada mente del caos.

Con The Dark Knight, en lo primero que pensamos es en el Guasón. Es el personaje principal, sin dudas, alrededor del cual gira la película entera.
Porque cuando pensamos en el Guasón no pensamos en una sociedad secreta, en una agrupación. A lo sumo sería una en la que sus miembros apenas sean ayudantes externos, prescindibles. El Guasón es uno solo, ya que el caos, y él viene a decirlo, se puede lograr con un uno nomás: toda una ciudad estructurada, organizada, pierde cohesión y fuerza ante un hombre decidido.
Ya Arlt había dicho en Los siete locos que eran necesarios una veintena de hombres para tomar el poder de una ciudad.

¿Pero qué hay detrás de este personaje alrededor del cual gira toda la película? Este personaje que se va construyendo a medida que avanza la película, descubriéndose y no tanto. Porque Dos Caras sufre un cambio, una transformación. El Guasón no. Y esto es fascinante: no cambia y sin embargo es difícil terminar de conocerlo del todo. Las preguntas que se hacen los que están con él en el robo del banco en las primeras escenas son las mismas que no podemos contestar al final.

Todo lo que tenga que ver con el Guasón empieza y se muestra con una terrible arbitrariedad, como algo gratuito. Y vuelvo a esto de lo gratuito: económicamente, y también en cuanto a las intenciones. Acá hay una profunda zona de contacto entre las dos películas. Esta cita es de El club de la pelea: “¿Did you know if you mix gasoline and frozen orange juice you can make napalm? (...) One can make all kind of explosives with simple household items”
Ésta es de The Dark Knight: “-Joker-man, what you do with all your money?
-You see, I’m a guy of simple tastes… I enjoy dynamite, gunpowder, and gasoline. And you know the thing that they have in common? They’re cheap.”

Esto refuerza la idea de que ingresar el caos en la sociedad es relativamente fácil, al alcance de cualquiera. Él mismo dice: “Do I really look like a guy with a plan? You know what I am? I’m a dog chasing cars. I wouldn’t know what to do with one if I caught it. You know, I just do things.”
Un poco más adelante dice: “The Mob has plans. The cops have plans. Gordon’s got plans. You know, they’re schemers. Schemers trying to control their little worlds. I’m not a schemer. I try to show the schemers how pathetic their attempts to control things really are.”

¿A favor de quién está, entonces? Sucede que el Guasón es un idealista, por eso es invencible, insobornable, intratable.
El mayordomo de Batman, Alfred, da una explicación muy interesante, por eso quiero citarla completa, con la parábola que usa, antes de rebatirla:
“- A long time ago I wan in Burma and my friends and I were working for the local government. They were trying to buy the loyalty of tribal leaders by bribing them with precious stones. But their caravans were being raided in a forest north of Bangoon by a bandit. So we went looking for the stones. But in six months we never met anyone who traded with them. One day I saw a child playing with a ruby the size of a tangerine. The bandit had been throwing them away.
- So why steal them?
- - Because he thought it was a good sport. Because some men aren’t looking for anything logical, like money. They can’t be bought, bullied, reasoned or negotiated with. Some men just wanna watch the world burn.”

En pocas palabras, habla del Guasón como alguien sin ningún tipo de fundamentos para lo que hace. Y lo que me parece notable de este parlamento es que Alfred dice que hay hombres que no persiguen cosas lógicas, como el dinero. Es decir que el dinero es algo lógico. Y yo creo que ahí es justamente donde Alfred se equivoca. Porque, y el Guasón lo dice, a él no le importa el dinero. No hace las cosas por dinero y por eso está por encima de la mafia y de los policías y políticos corruptos (por el dinero o el poder). Ya lo dije, es un idealista: “I’m an agent of chaos”. Si bien el dinero tiene su lógica, el caos también lo tiene: “And you know that thing about chaos? It’s fair”.

Sin embargo, el Gausón es cualquier cosa menos un improvisado. Alfred tiene un poco de razón cuando dice que él no persigue el dinero, pero no la tiene cuando dice que no persigue algo lógico. No quiero quitarle mérito al Guasón de ser el único que no tiene planes, pero es evidente que conoce demasiado a sus enemigos como para no adelantarse a ellos, saber qué quieren y qué van a buscar en cada momento. Por eso, en verdad él sí tiene sus planes, descabellados, fruto de la demencia e incoherentes para cualquiera que no sea él mismo, pero planes al fin. Sucede que su lógica es demasiado enrevesada para los demás. Fijense que Alfred no puede dejar de pensar en el dinero como algo lógico, cuando podría haber dicho que tiene su propia lógica. El Guasón tiene la suya.
Hay una cita de Juan José Saer que viene al caso, de su novela La pesquisa: “El azar puede ser devastador, pero nunca es metódico ni meticuloso. Y aunque es verdad que, desde cierto punto de vista, todo lo que se refiere a los actos humanos es locura, sería prudente reservar esa palabra para designar algo específico y que es, no extraño a la razón, sino el resultado de una razón propia que ordena el mundo según un sistema de significaciones sin fisuras, y por eso mismo impenetrable desde el exterior. Morvan sabía que la puesta en escena que se desplegaba en la habitación tenía un sentido para el que la había organizado, pero ese sentido nunca se haría evidente a nadie que no fuese su propio organizador.”
Hay una lógica deseperada, insoportable, detrás de su demencia que organiza, llenando de sutilezas, las redes que atrapan y revelan la incoherencia de los demás, sus vanos intentos por ordenar la vida, de volverla legible, comprensible.

El Guasón viene a demostrar la falacia de los planes, el engaño del orden, y su arbitrariedad. “Nobody panics when things go ‘according to planned’. Even if the plan is horrifying.” Cualquier cosa, todo puede ser visto como algo ordenado, bajo control. Lo peligroso es empezar a verlo como algo de pronto ilógico, ordenado arbitrariamente por el azar o la costumbre o el miedo. Es un poco de lo que hablaba Tyler: poder ver de frente esa ilogicidad que las publicidades y películas y los diarios y la televisión nos dicen que hay que hacer, los modelos a seguir, las pautas bajo las cuales someternos.

Todo orden es de por sí frágil. Por eso tiene siempre una organización policíaca (o un ejército) que la defienda. Lo primero que hace un gobierno es esto mismo, mantener el orden por el cual él mismo llegó a ser gobierno.

Desde el comienzo de la película se vio que el Guasón estaba siempre adelantado con respecto a los demás, porque conocía siempre los motivos por los cuales cada uno actuaba. Su plan, o parte de él, es confundir. Las primeras escenas por ejemplo, donde todo el robo es llevado a cabo por los demás que se van matando entre sí, que no saben cómo es el Guasón más que de oídas. Y fíjesnse lo que dice al finalizar con éxito el robo: “What not kills you, makes you... stranger”. Si no, pensemos en las diferentes versiones que da cada acerca de sus cicatrices. Con todas provoca, confunde, y a la vez crea y desarregla su propia imagen.

Eso debe ser lo que asusta: que un loco empiece a hablar cuerdamente acerca de su locura, que desvaríe y tenga razón. ¿Algo más incontrolable que esta lucidez?

El Guasón en esta película es el payaso que no ríe, sino que directamente atormenta con cinismo y, a veces con sadismo. Pienso en las diferentes historias que involucran sus cicatrices, en las que a él le tajean la cara, o se la tajea por amor. Su deformación, por decirlo de algún modo, se ve complementada por la propia deformación de la realidad, por la invención de historias acerca del origen de las cicatrices, de su conducta, etc. En las dos historias que cuenta, hay violencia y malicia y, yo diría, matices de pobreza y marginalidad, donde el Guasón siempre es la víctima. ¿No es fascinante que en sus historias, que él cuenta por voluntad propia, como una provocación, se ponga en el lugar de la víctima? Como diciendo que él sale de un ambiente de pobreza. Pero nos queda la pregunta de si esa violencia que supuestamente sufrió es la que reproduce ahora, de grande, o si es al revés, que de grande se inventa ese pasado casi con placer.
Si recordamos, Jack Napier, el anterior Guasón (Jack Nicholson), sufre un accidente: cae, a causa de Batman, en una “tina de mezclas químicas” (según Wikipedia). En pocas palabras, este nuevo Guasón no tiene esos rasgos que tenía el viejo Guasón, de cierta clase. Si pensamos, éste caminaba erguido, con la ropa y el maquillaje completamente pulcros, el peinado perfecto. Un criminal que estaba a la altura de un empresario que va a una fiesta. Pero este nuevo Guasón es más vale un desfachatado de aspecto siniestro con un pasado desconocido, y lo poco que conocemos, y que para peor es contado por él mismo, porque quiere contarlo, son tétricas historias familiares. Es un criminal más bien de los suburbios, un oscuro Oliver Twist del siglo XXI que deviene en un delincuente que desafía el orden establecido; un pobre que, cosa terrible, no desea dinero.

Un poco como Tyler de El club de la pelea, el Guasón pone a prueba a los demás personajes y al resto de la ciudad también. Los hace elegir, y de algún modo cuestiona la idea de voluntad: ¿qué se elige en verdad cuando es otro el que da las opciones a elegir? ¿Cuando es otro el que nos encierra en un sistema ideado por él mismo, con sus propias leyes? ¿Cuál es nuestra voluntad, cuando lo que hay para elegir es morir o matar?

Me interesa el cambio que el Guasón introduce en Dent. No sólo cambia de aspecto, sino sobre todo de ideas. Dejando de lado la venganza que lleva a cabo Dos Caras, es notable su sentido de “justicia” ligado a la suerte de la moneda. Me parece que aplica las ideas que el Guasón le comunica en el hospital antes de volarlo: “Introduce a little anarchy, upset the established order and everything becomes chaos. I’m an agent of chaos. Oh, and you that thing about chaos? It’s fair.” La moneda es justa: nadie decide, porque la elección para éstos está ligada a esa ilusión de orden (moral) que representa Batman.

Además parte de este orden Batman lo desconoce verdaderamente. Por ejemplo Alfred le esconde la carta donde Rachel le decía que amaba a Dent, con quien se iba a casar. Alfred prefiere que Batman viva en la mentira que lo haga sentirse bien consigo mismo: que Rachel lo amaba por a pesar de Dent. Éste es uno de los tantos órdenes que no hay que alterar, porque no hay el coraje para sobrellevarlo.



Como para terminar

¿Hay un descontento o una final conciliación en estas películas? ¿Se llega hasta el final o quedan a medio camino, conformes con poco, mediocres, temerosos de sí mismos?

¿Por qué The Dark Knight termina siendo una enseñanza moral? ¿Acaso no nos enseña más el Guasón con su negatividad o, visto desde otro ángulo, con su plena afirmación? Por eso me parece que The Dark Knight, para terminar de dar su mensaje acerca de lo que aprendemos con Batman, o de Batman, no puede darse sino con la desaparición del Guasón. En efecto, ¿qué sucede con él? Hay que abandonarlo, dejar de mostrarlo, de narrarlo. Con su simple presencia, lo que se quiere contar de Batman pierde sentido: el mensaje moral acerca del Bien y del Mal, de la voluntad humana, de la Bondad que duerme en el corazón de los ciudadgotiquenses, etc, se organizan a partir de la ausencia del Guasón.

¿Por qué El club de la pelea traiciona todo lo que viene proponiendo? ¿Cuál y cuán arraigada está esa debilidad y ese miedo para poder acallar todo lo anterior?
Una sociedad exhibicionista, donde cada uno tiene que mostrar qué hace, qué tiene, una sociedad donde no hay tiempo para conocerse, donde nadie muestra exactamente quién es, sino qué estereotipo está siguiendo: ¿qué esconde en verdad? y ¿por dónde se filtra esa parte que se reprime, dónde estalla?
¿Dónde quedó la frase del protagonista de El club de la pelea: “Quería destruir algo bello”?
¿Por qué no pueden estas películas actuar, no digo ya en la realidad, cosa demasiado difícil, pero solamente actuar dentro de la misma película, que se resuelva fílmicamente estas partes reprimidas? Quizá se hayan dado cuenta del poder que tiene el arte, en sus variadas formas, de destruir algo tan bello como un espectador y sus prejuicios.

jueves, 26 de febrero de 2009

Noche Parisina

Por Federico Ladron Montebello


Estaba viendo que hacer de comer cuando sonó el teléfono. Venían los chicos para casa, me comentaba Joaquín del otro lado. A eso de las 11 el les había dicho que trajesen bebidas. Mi comida iba a tener que esperar.
Eran las 10:15 ¿qué estaba abierto?. Seguro los chinos. Los buenos inmigrantes trabajadores agradecían mis necesidades con su esfuerzo de sol a sol.
Iba a comprar para tomar, nunca era suficiente lo que decidía el grupo. Además, ya no quedaban en mi hogar las suficientes provisiones semanales de cerveza y fernet. Y un vino siempre tiene que sobrar en la alacena.

Emprendí viaje para acortar las 6 cuadras que se interponían en mi deseo de recostarme en el sillón con una buena cerveza fría esa calurosa noche de sábado. Gambeteando con la diez puesta, como un profesional, sorteé los estorbos originarios de la fauna urbana; mas cuando confiaba en mi victoria sobre la suciedad, un traidor se incrustó en el talón de mi zapatilla. Barriendo mi estabilidad, en un elevado resbalón me tumbó la suerte boca arriba.
Estando en la posición adecuada para ver a nuestros dioses, gruñí algunos improperios hacía los creadores y empecé a reponerme. Me enteré mas tarde, por una revista científica, que la mierda de perro adquiere ciertas propiedades deslizantes; por lo que en un día lluvioso como había resultado aquel querido sábado, cualquier hijo de Dios puede caer de espaldas cagado por las circunstancias.
No se me ocurriría algún motivo real por el cuál convencer a mi buen humor de que volviera a mí, por lo tanto pasé directamente a la siguiente alternativa que se podía elegir en estos casos: envalentonarme con el pibe que se había reído.

-¿Te parece gracioso? ¿querés que te llene de mierda la cara a ver si te causa gracia?-, vomitaron mis pulmones estilando barrabrava de mil combates, pero sin recordar ninguno que fuese digno de contar.Visto a la distancia, lo que pasó a continuación si fue gracioso.

Caminando tranquilamente por la vereda, en una noche tan estrellada que se compromete al amor, puedo pisar un mínimo obstáculo orgánico en estado de descomposición. Pero cuando los hechos cambian y tengo que suplicar a mis piernas que sigan subiendo las marchas de mi velocidad, a la carrera puedo esquivar caca, hombres, autos, veredas, y hasta un obeso con una hamburguesa provista de queso, lechuga y huevo, abanicada por su mano izquierda.

Resultó que el muchacho si quiso defender su tesis sobre la gracia, y lo hubiese hecho mal (lo cual hubiera sido humillante para su ego) si no fuera porque sus amigos no estaban lo suficientemente cuerdos para entender que las peleas son uno contra uno, y que es vergonzoso e impropio de un hombre honrado cuestionar esta verdad universal. Pero para darles a entender está situación prefería esperar, y otro día en el que mi entereza física no estuviera en juego redactar un ensayo bien fundado sobre el tema. Eché, por lo tanto, a correr como desquiciado.
No era una buena velada para los chinos tampoco. Iban a perderse el rédito despreciable que obtienen al darme el vuelto en caramelos. Esa nimiedad, miserable e insignificante, promueve al bolsillo a levantarse todas las mañanas a abrir un negocio en un país ajeno de costumbres ajenas. Es un mundo diferente, si, pero dolarizado.

Me quedé mirando la calle a la que me llevaron mis piernas, por primera vez, esa noche de infortunio. Tenía los faroles a la antigua, diría arrabalados si la expresión existiera. Me hacían recordar la imagen de un hombre de traje apoyado en un farol idéntico, esa vista que siempre asocié al tango. Por los adoquines zigzagueaban pequeños hilos de agua, restos del llanto de las nubes grises del atardecer. Un gato amarillo, a rayas, cruzaba sin respetar a ese semáforo, que no cumplía su tarea. La luna que se esquinaba en la noche por encima de los caserones inmensos no parecía tener sueño, solo estaba avergonzada.
Pasaron dos chicas a mi lado, arregladas para salir. Una de pelo negro ondulado, bailando sobre su espalda curva. La otra pecosa y de castaño claro, las mejillas hundidas en un beso de ángel. Las dos sonreían despreocupadas y sus piernas se alternaban rítmicamente para continuar su rumbo. Su charla era algo banal, pero hermosa.
-Viste lo que le pasó a Cari?-
-Si, un garrón. Guille la re cagó.-
-Hace un montón que estaba con la otra. No se como no se dio cuenta.-
-Vos sabías??-
-Si. Che, no le digas nada que sabía, eh? Porque yo….-

La escandalosa moto de un repartidor escondió en su barullo el final de la historia.
Se oyó fuerte el gritó de gol a mi derecha. Estaban jugando Gimnasia de Jujuy- Boca, así que por simple deducción los bosteros seguían con su habitual racha de orto. Si al día siguiente ganaba River éramos campeones igual, por supuesto. Y en nombre del buen fútbol, River volvió a ganar ese domingo de asados.

Volví por el camino largo para evitar desgracias. Retornaba a mi hogar sin bebidas para mis invitados y algo magullado por la caída. Eran las 11:00; seguro algún puntual me estaba puteando en la entrada. Mucho, la verdad, no me importó: fui a comprar pizza para todos. Tardaría unos minutos más, que me putearan mientras tanto. Total puteando se completa Buenos Aires.

sábado, 21 de febrero de 2009

viernes, 20 de febrero de 2009

PROXIMAMENTE

Nuevos textos de Ignacio Ceroi

Duelo de Poeta Carnivoro

Por Sebastian Molina (Poeta y Narrador de las Islas Canarias)


Porque así me lo contabas cuando concluías que la especie es machista, que el hombre no tiene la culpa de ser machista, que tú no tenias la culpa de posicionar aquella pistola en la sien de aquel mastodonte que te provocó en el recordado bar Rioplatense, mientras con sus brazos rodeaba a la tuya, a la solo tuya piba de cabellos negros y tez blanca. Rompiéndote las pelotas te dijo que “no sabia que estabas invitado” y ahí estallo tu orgullo de gaucho herido. Fuiste a buscar la pistola, y regresaste con el “como queré que me ponga la puta que te parió” y el fierro se puso duro entre los dos y era frío y dolía.
Y me argumentabas como aconsejaron a tu familia en la perrera, que es mejor una hembra, que el macho en celo te deja por una perra, pero la hembra nunca deja a su dueño.
Y volviste al bar y a la pistola, donde tu mano de hierro escupía el “tú, concha de tu madre”. Se cagó encima mientras decía entre palabras tartamudas que disculpa, que no sabía, que la vi sola y pensé.
Y entonces tu, poeta de sangre peronista, te echaste fuera del tumulto con la velocidad a la que palpitaba el corazón en la sien del retado, duelo de machos, respeto de argentino mancillado. Te esquivaría por siempre creyendo que estabas loco, desconociendo que padecías pasión de poeta devorador de palabras hechas de carne.
Y que otra cosa podías hacer tú, conjurador de palabras, sino esperar todo un mes de tus disculpas y sus reproches hasta que te volviera hablar tu musa asustada de gaucho duelo de comedores de carne. Y pedías retornar su amor alegando que la pistola era solo de aire comprimido, que solo disparaba balines para matar conejos o palomas, que era de mentira pero que ambos sabíamos que también era de verdad.
Y que tu penitencia a tanta hombría fue que te dejara varado los 30 días que tarda en regresar la luna nueva. Así me lo contabas, poeta de lastre argento, con tu elocuencia porteña en aquel otro bar flamenco de Madrid, donde una mina te rompía la pasión mostrándote sin pudor unos floreros de sobacos y un selva en las piernas, porque según ella la depilación era cosa del machismo.

miércoles, 4 de febrero de 2009

Magdalena

Por Gonzalo Unamuno


Magdalena usa el pelo corto para mostrar su cuello. Mucho antes fue mi mujer. Ahora dice no serlo. Finalmente conseguí trabajo, cosa que me costo mucho, pero ella todavía no sabe de mi recuperación, y quiero darle la noticia personalmente. Se que no tengo forma de volver a enamorarla, pero a esta altura de la circunstancias, ya no se trata de eso. Entre muchas de las cosas que logré asimilar, está también esa, la de saber que ella no es la mujer para mí, ni yo su hombre.
Se que soy una persona nerviosa, pero nunca tuve intención de lastimar a nadie. Me pidieron que hablase de mi, por eso hablo de ella.

Magdalena era muy provocadora, juraría que capaz de alterar a cualquiera. Se vestía de una manera muy llamativa aunque no se vestía mal. Tengo que admitir que tenía clase y buen gusto. De su familia era la de mejor gusto. Creo que el tiempo en que empezamos a estar juntos fue su peor etapa, cosa que no me ayudó en lo más mínimo. Sus piernas, qué piernas eran. Ella lo sabía. Ella las mostraba. Aún cuando el invierno era terrible, salía con esas polleritas que no daban lugar a la indiferencia. Y yo al lado suyo. Y yo cargando con todo. A veces me preguntaba a mi mismo si yo no era un objeto más de su puesta en escena. Si no era el ser más dócil y accesible, venido al mundo para hacerle sombra. Porque una mujer con un hombre al lado brilla más. Pero que clase de hombre tiene la espalda necesaria para pasearse con Magdalena. Pocos, y el mío no es el caso. Mis tristes sesenta kilos, que podían representar al lado suyo. Que respeto era capaz de inspirarle al resto, en la calle cada vez más peligrosa de la ciudad. Lo se: ninguno. Pero traté de todas las formas. Intenté mostrar una seguridad que no tenía, hacer alarde de una felicidad de pareja que tampoco teníamos, y me preguntaba si el resto se preguntaría, qué era lo que hacía yo al lado de ella. Mi único amigo me dijo muchas veces que no me preocupase, que el que la cogía era yo, y que con eso me tenía que alcanzar y sobrar. Pero ni de esto estaba seguro. Tal vez en el hecho concreto fuese así, pero qué pasaría por su cabeza. Magdalena, ¿solo se acostaba conmigo cuando nos acostábamos? Nunca estuve seguro. Nunca quise decírselo, transmitirle esa inseguridad. Pero esa cosa que tienen las mujeres de saberlo todo. Estoy seguro que ella lo notaba.
Su carita, qué cara era. Sus ojos verdes resaltaban hasta cuando no había luz y siempre algo verde adornaba su vestimenta para hacer juego. Amaba las fotos de perfil por su nariz exacta. Las de frente también por su sonrisa de dientes apilados y blanquísimos. Pero además por el encanto innato que tiene alguna gente al sonreír. El cuello de Magdalena era la precisión, un camino intenso y excitante que unía la cara al resto del cuerpo. Se que cada tanto dudaba sobre el largo de su pelo porque este también era radiante, de un marrón poderoso, pero siempre eligió la opción de que se viese bien el cuello, a la de llevar pelo largo. Su único flanco débil eran las tetas. Casi que no tenía. Pero bajando inmediatamente la vista, volvía la sensación de estar frente a una soberbia obra de arte. La panza siempre delgadísima, chata, la comba de la cintura fina, magistral.
Un buen día me llamó al trabajo, el mejor que tuve en la vida. Yo estaba almorzando una ensalada sobre el teclado de mi computadora, y me dijo que iba a operarse. Que se sentiría más mujer con más tetas, que era una exaltación de lo femenino. Le dije que lo hiciera si eso la haría sentirse mejor, y colgué. Esa fue mi primera manifestación de una crisis que ya pasaba a mayores. No sé porque, pero rompí a trompadas el monitor y casi pierdo toda la información que estaba archivada. Los otros empleados lo vieron todo y a los pocos días estaba sin trabajo. Pero no me importó.
Magdalena con pechos sería imparable. Y fue imparable nomás. Ahora toda su preparación parecía amoldarse a los pechos que estrenaba. Se sentía más poderosa de lo que ya era, era un objeto de deseo y parecía fascinarle el rol. Y yo al lado suyo. Cargando con todo.
Magdalena a veces notaba mi incomodidad y me besaba delante de todos los que estuviesen mirando, y me decía tontito, sólo vos, vos y vos. Pero yo no le creía. Si solo a mi sin las tetas ya me alcanzaba, porque esa necesidad antinatural de agregárselas? ¿Sería la época? No lo sé.

Otra vez también pasó algo tremendo. Fue al poco tiempo de que sus padres murieran en un accidente de tránsito camino a Benito Juárez, donde tenían campo.
Llamó a esta casa, que fuera de mis padres, y me dijo que iba a tatuarse una serpiente todo a lo largo de la pierna izquierda. Yo, por la reciente y dolorosa perdida de sus padres, traté de ser lo más humano posible. Le pedí que no lo hiciese y colgué el teléfono como la primera vez. A los pocos días la serpiente estaba completa sobre su pierna. Si se tatuaba la pierna es porque la exhibiría siempre. El gesto me dolió muchísimo. Además era el primer síntoma de mal gusto que daba en su vida.

Pero Magdalena era intratable, provocadora. Magdalena vivía rodeada de amistades. Las veces que salía con estas, yo pasaba interminables noches en vela. Sentado sobre mi cama, fumando y devorándome las uñas, recreaba una a una las situaciones que según mi mismo componían la noche. Tiraba golpes al aire, disparaba a personajes nefastos que sabía reales pero que no estaban en mi dormitorio, no. Estaban viéndola a ella. Preguntando por su tatuajes. Agendando mentalmente sus pechos para la siguiente masturbación, o bien halagándole los ojos y ella sonriendo, muy campante. A todo esto, yo, su hombre, sin trabajo y sin padres como ella, pero sin dinero heredado, pero sin amigos ni relaciones, yo, el hombre venido al mundo para hacerle sombra.

Mi padre fue un obrero, una persona digna en la pobreza. Cuando cumplí los 18 años y llegué esa misma tarde de la facultad, de mi primera clase luego de aprobado el examen de ingreso, me llevó tomado del brazo todo a través del patio de la casa. Mis ojos no creían lo que estaban viendo. Había construido un estudio para mí, con escritorio, lámpara, silla y biblioteca. Me dijo que alguna vez de ese lugar en el mundo hecho por el para mi, se iba a gestar la idea genial que diese prestigio y estatus a la familia. Toda la felicidad del mundo estaba en sus ojos de aquel día. Alzó sus manos, se las quedó mirando unos segundos hermosos; todavía tenían restos de pintura. Ahora no creería lo que sale de ese estudio, lo cual me produce un dolor infinito. Igual, Magdalena nunca respetó ni entendió esto.

Ya les decía que Magdalena en el tiempo en que empezamos a salir juntos era terrible, pero increíblemente bella. En esos años hubo un episodio triste pero que raramente encuentro cada vez más lógico. Una noche pasé a buscarla porque habíamos quedado en ir a un cine muy cerca de su casa. Fue la única noche que no la sentí dispuesta a provocar a nadie. La notaba medio triste y desenfocada. Llevaba un jean oscuro y no muy ajustado, y un saquito lo bastante ancho como para que no se le notasen los pechos. Era la primera vez que no exhibía ninguno de sus espléndidos atributos. En una de las esquinas por la que teníamos que pasar obligadamente para ir al cine, había sentado un grupo de chicos que se notaba acababan de terminar de jugar un partido de futbol. Se pasaban unos cartoncitos de jugo y tomaban con desesperación. Nunca supe bien cual de ellos, pero uno, no tuvo mejor idea que disparar un piropo groserísimo a Magdalena. Yo me enfurecí pero seguí andando, sin darme la vuelta siquiera. A los pocos pasos volvieron a gritarle algo pero que no entendí esta vez. Solo vi que Magdalena se reía apenitas, sin levantar la vista. Ahí fue que me detuve. Por primera vez sentía que mis tristes sesenta kilos podían hacer pata ancha en la situación. Ella jamás se hubiese esperando una reacción de mi parte. Tal es así, que cuando me detuve no entendió qué era lo que pasaba. Muy pegado al cordón vi un caño oxidado, sería de una escoba, pero ya no tenía más que el color del óxido, lo agarré, y corrí desesperado en busca del grupo de muchachos. Ellos parecían haberse olvidado de lo que acababan de gritar, porque ninguno pareció sospechar que yo podía hacerles el más mínimo daño. Antes de tenerlos al alcance, se pusieron de pie y empezaron a correr todos en la misma dirección. Pero uno de ellos, el más lento y gordito, no pudo escapar tan rápido. Ni bien supe que de estirar la mano el caño lo alcanzaría, lo hice con toda la fuerza posible. A la altura de la oreja, el caño le reventó algo, no se bien que, algunos varios tejidos, parte misma de la oreja, piel, porque cayó al suelo desmayado y empezó a formarse un espeso charco de sangre en el piso.
Uno de los vecinos que atendía un locutorio corrió hacia mí supongo que para tratar de lincharme. Pero no me alcanzó. Corrí demasiado rápido demasiadas calles, hasta sentirme fuera de peligro. Me senté en alguna parte y lloré porque sabía que Magdalena jamás volvería conmigo y jamás iba a tener otra mujer así.

El tiempo, después, me indicó lo contrario. Ella, cuando la volví a ver, me pidió que nunca más tocase el tema y no me reprendió ni siquiera levemente. Nunca entendí bien, pero parecía decidida o enamorada. En verdad, parecía querer estar conmigo a toda costa. Llegué a pensar que no quiso tocar más el tema por no darme el gusto. Era la primera vez que actuaba como un hombre y a ella parecía no importarle. Pero claro, la víctima era un chico, y ya les digo, ella era capaz de alterar a cualquiera. Tal vez, las mujeres normales fuesen como ella. Pero en esto estoy seguro de que me equivocaba. Que más quería que hiciese, Magdalena, con lo difícil que es ser hombre al lado suyo.

Ese día del incidente fue como un destape, como el descubrimiento de una faceta de mi carácter de la que me creía incapaz. Desde ese entonces cambiaron mi manera de actuar y muchos de mis comportamientos. Pero ahora me siento bien del todo, pleno, lleno como nunca antes. De aquella primera época junto a Magdalena solo quedan apenas unos pocos fantasmas. Yo se que logré dejar de lado esos complejos y además, para mi seguridad, engordé unos cuántos kilos. Ella dice no ser más mi mujer, pero antes sí lo fue. Papá no creería que del estudio hecho por el para mi, solo salen raros sollozos que de vez en cuando interrumpen las noches, y largos mechones de pelo canoso, porque Magdalena usa el pelo corto para mostrar su cuello.

Hoy le dejé la puerta abierta y grite hacia el estudio que si quería venir a cenar comigo que viniese, porque estreno trabajo después de un largo tiempo, y quiero darle la noticia de mi recuperación personalmente. Me respondió que si, que le diese un momento para estarse lista, que iba a venir, pero algo más tarde. Fue la primera vez en años que escuché su voz. Si me acepta el consejo, le recomendaría que se apure, porque se está enfriando la comida y eso puede alterarme un poco. Pero me da la impresión de que toda su vida quiso estar conmigo. Si, eso parece. Magdalena es una mujer rara, juraría, que capaz de enloquecer a cualquiera.

viernes, 23 de enero de 2009

Un muchacho de Núñez

Por Gonzalo Unamuno


Por la calidez de la noche, su cielo despejado, su viento suspendido en la atmósfera acompañando la temperatura fresca y la mejilla perfumada de su novia, alternando sus hombros como método de reposo y cariño, sintió que el tiempo no pasaba para él, y de hacerlo, no representaba temor o preocupación alguna. Sencillo: era feliz.
Tenía que levantarse a las siete en punto como todas las mañanas, actualizarse con los diarios, terminar de despertarse con el mate que cebaba lento como lo bebía. La yerba, claro, sin palillos.

La madrugada avanzaba, se hicieron las cuatro y media, cuando faltándole el respeto al momento, aunque no queriendo, ofreció llevar a su novia hasta la casa, para despertarse temprano y salir hacia el trabajo con algunas horas de descanso sobre la espalda.

Llegó a su casa alrededor de las 5 y se tiró a leer buscando el sueño. Pero no lo encontró. Alrededor de las 7 sintió el pip del contestador automático de su teléfono. Sin ninguna alteración a la vista, su escritorio estaba tal cual lo había dejado la tarde anterior. El mensaje en el contestador automático que el jefe del estudio había dejado no hacía mas de media hora, le colocó sobre el rostro una sonrisa tan grande, que tal vez desentonaba con su palidez y sus ojeras. Engripado, decía, hoy no iba a ir a la oficina, por lo tanto él, tenía vía libre.

Salió al rato con lo puesto, decidió recorrer algunas librerías céntricas con la promesa de, por estar a fin de mes, no invertir en ninguna de todas las tentaciones que hallaría; detenerse para el almuerzo en algún lugar improvisado, barato, pero rico.
Lleno el estómago, añoraba la cama y el baño de su casa por igual. Optó finalmente por volver al despacho, dejar una nota que alertase a las secretarias sobre su ausencia, y partió hacia la línea D del subte, rumbo al hogar donde vivía con su madre y toda su familia.

Durante el viaje no podía precisar si el día en que quince años atrás su padrastro, entre otras cosas, lo obligara a succionarle el pito, había modificado definitivamente su morbosa concepción de la intimidad.
-Algo, igualmente, tendría que ver- se decía, cuando para sí mismo rememoraba aquel episodio.

Al descender del último vagón y gracias a su viejo libro del cuerpo humano, que con casi treinta centímetros de alto se resaltaba del tercer estante de su biblioteca, ilustrado prolijamente, a color, y con todas las definiciones de las partes que lo componen, recordaba aquella única que retenía en su memoria desde el quinto grado de la escuela primaria: Ano: Orificio en que remata el conducto digestivo y por el cual se expele el excremento.

Si bien, como cualquier otro ser vivo, se había encontrado en esa situación infinidad de veces, nunca como ahora, en la escalera mecánica del subterráneo, se había puesto a pensar cuan cerca se encontraba de ésa, quizás la parte más íntima y repulsiva del cuerpo, porque hasta entonces había actuado siempre por impulsos, de manera poco consciente.
En el escalón superior al suyo, una mujer que contaría con unos treinta y cuatro años, y a juzgar por el pronunciado ensanchamiento de su cadera, algún parto no hace tanto, perdía la vista y la atención aguardando el fin del ascenso, mientras Juan Pablo medía con su dedo índice la distancia que lo separaba del ano de la mujer.
-Ahora a seis centímetros, ahora a nueve- se acercaba y se alejaba.

Era estrictamente evaluativa y novedosa la sensación que experimentaba. No alcanzaba a ser carnal o de deseo.
Cuando llegó a su casa, no lo detuvo lo desecha que encontró su cama ni el desorden general de su dormitorio. Durmió tres horas como si estuviera saliendo de un pozo operatorio.

Entre varios tipos de rock, café semiaguado y Deep Purple, su banda preferida, la tarde pasó fugazmente.

La cena estuvo dispuesta alrededor de las nueve y se preguntó cómo algo que necesitaba de por lo menos tres horas de atención y cocción, podía esfumarse en quince minutos. Parecido a la noticia de la muerte de ese empresario que el noticiero informaba. La vida se iba como el asado al horno.

Casi sin hablar, mientras mascaba, se prometía a sí mismo renovar el viejo camisón rosado de su madre venido a trapo con su próximo sueldo.

Cuando salió, la mañana siguiente del nuevo día, confirmaba lo monótono que era su transcurrir por el reino del señor, tanto, que lo único que alteró su viaje de ida fue encontrarse, ésta vez, a unos ocho metros aproximados del ano de la tarde anterior.
Caminó hasta colocarse a cuarenta centímetros, cosa de poder entrar en el mismo vagón.

No era lo que se dice una mujer preciosa. Ni siquiera linda. Era, pensaba, de ésas que tienen que tener muy linda sonrisa así como carácter y sentido del humor para enamorar a alguien. Por desgracia para su puntualidad, la mujer bajó en la misma estación que él, pero decidió seguirla y hasta faltar en caso de ser necesario.

Trabajaba en un edificio de oficinas de la calle Ayacucho y por cómo la saludó el portero al ingresar, Juan Pablo dedujo que no desempeñaba un rol importante dentro del mismo.

La noche en que Marianito de catorce años y colegio pago de esos de blazer verde y pantalones grises preguntó a su padre qué significaba un bucal a diez pesos solo para vos hermoso, Carlos, no sin antes consultar a su esposa, se decidió a Organizar la protesta y juntar las firmas.
Hasta la médula de las miradas que sus hijos dedicaban a esas muchachotas de tacones, de rush corrido y disperso en todas las esquinas de Palermo pasadas las diez de la noche, los vecinos que cortaban la calle impidieron que Juan Pablo pudiera ingresar al estudio.
Reclamaban la creación de una zona roja por parte del gobierno, donde el verde de los parques no se viera mañana tras mañana adornado por preservativos, consoladores o lápices labiales.
Además, muchos de ellos corrían el riesgo de ser descubiertos por sus mujeres, amigos o superiores. No era seguro.

Ésta vez, Juan Pablo no quiso volver a su casa. Quizás pensarían que algo le habría pasado.

En un café que enfrentaba sus siete metros de ancho al edificio donde trabajaba la mujer que había seguido, leyó los diarios y consideró durante varios segundos la idea de arrebatarle la cartera, que colgaba indefensa en el respaldo de la silla, a la vieja que exageraba sus modales siendo reticente a asumir lo penoso de su decadencia.

Cuando la vio salir del edificio, pagó su café con leche pero no dejó propina.
Recurrió a un viejo recurso del ingenio para dar con el nombre de la mujer que ahora se alejaba por Lavalle.
Con cara de despiste o muchacho del correo, preguntó al portero:
-Disculpe, maestro, ¿la señorita que acaba de salir es Patricia Castillo?- -llevo días buscándola- aclaró.
-Quién, ¿Soledad? Y el portero la apuntó con el dedo porque había escuchado mal. ¿para qué la busca?-
-Sí, Soledad, ¿pero es Castillo de apellido? Tengo una entrega para ese nombre.
-No, Estévez es ella de apellido. ¿Quiere que pregunte si hay alguien Castillo?
Ni siquiera le contestó. Salió rápido del edificio y en el reflejo del vidrio que ahora dejaba a sus espaldas, notó que tenía la bragueta baja y el pelo inflado por la humedad.

Entre noventa y ciento diez eran los Estévez que figuraban en la guía telefónica de la Capital Federal. Antecedido con el nombre de Soledad, la cantidad de Estévez se reducía a cuatro. Anotó los teléfonos en el reverso de la tarjetita del subte, que, de verla su jefe, lo alcahuetearía de que llegaba tarde y salió para su casa. Podía tener el domicilio con el apellido de su marido en caso de ser una mujer casada y así no la encontraría nunca, pero eso ya dependía de la suerte que corriera.

Desde el quiosco de enfrente llamó a los cuatro teléfonos anotados pero lo atendieron solamente tres. A juzgar por la voz de las distintas Soledades y tratando de adherirlas mentalmente al cuerpo de la que el buscaba, creyó y con razón, como después confirmaría, que no era ninguna de ellas.
La primera por muy vieja; la segunda por voz de gorda soprano, y la tercera porque la sollozantes frases del señor que atendió y le agradeció a la vez que explicaba que todos la quisimos mucho, que gracias por llamar, que no tenía porqué, le indicó la noticia de que no hacía mucho había fallecido.
La única que entonces quedaba por llamar era una tal Soledad Estévez Mosquera, pero no atendía, y la voz en el contestador sí encajaba de lleno con la cintura ensanchada y el taconeo solterón con que pisaba.
La dirección que acompañaba a ese número telefónico era Mendoza 3422. Sin más detalles que esos, por ende, era una casa y cerca de la suya.

La vigilia de Juan Pablo en la esquina misma de la calle duró once cigarrillos. La vio venir derechito, pero un tipo fornido lo mantuvo a raya de la situación. Ella, con señales de magnífico pulso, embocó fácilmente la llave en la cerradura y entró demasiado rápido como para que pudiera interceptarla.
Cuando Juan Pablo advirtió que la casa carecía de portero eléctrico se alegró de que la mujer tuviese que abrir la puerta para recibir a la gente. Lo que si no le causó ninguna gracia fue la llegada, desde un pasillo lateral que comunicaba al patio, de un rotweiller de cincuenta kilos que alardeaba buena salud, vitalidad, ira, y una dentadura genial entre cada ladrido.

Desde la última vez que preparando cereales con leche en su cocina, a las tres de la madrugada, la delgadísima y larga cola de una rata le rozara el dedo gordo del pie, la mamá de Juan Pablo colocaba recipientes chiquitos detrás las puertas y cerca del tacho, bien cargaditos hasta el tope de veneno.
La idea se le ocurrió justo al momento de toparse al perro, era buena, pero le retrasaba las cosas.

Entonces volvió caminando hasta su casa. Tomó en su palma derecha una buena cantidad de veneno para ratas, y sacando de la heladera la carne picada que daban cada noche a su propio perro para que no perdiera los últimos careados dientecitos, mezcló el veneno con la carne formando una albóndiga con la capacidad de tumbar un ejército de toros.

Cuando volvió a la calle Mendoza, el rotweiller descansaba tras las rejas del porche. Disimuladamente, Juan Pablo introdujo una de sus manos por entre las rejas y dio en el hocico del can con la albóndiga de un solo tiro.
Se alejó nuevamente hasta la esquina donde consideró, una vez que hubo terminado tres cigarrillos al hilo, que el perro ya habría comido la albóndiga envenenada.
Al llegar lo vio recostado, sus latidos y su respiración todavía eran marcados, pero los ojos no eran los mismos. Mientras agonizaba, volvió a tocar el timbre con insistencia.
Pasado casi un minuto de espera, la mujer salió de la casa y se disculpó diciendo:
-Si, perdón por la tardanza, es que me estaba bañando y no escuché el ladrido del perro- -qué necesita?-

La cara de enfermo mental, sádico, apestoso, y el caño del revolver que apuntaba directo hacia el estómago de la mujer no alcanzaron para que no dudase en abrir la puerta, que finalmente, dadas sus escasas probabilidades de sobrevivir, abrió.

La casa era amplia, venida a menos, alta, y los muebles no eran lo que se dice nuevos.

-Bajate los pantalones- le gritó con autoridad Juan Pablo justo cuando Soledad pensaba en que objeto sería el más nockeante para rompérselo en la cabeza.
-Estás loco, por favor, lleváte todo lo que quieras. Arriba en la habitación tengo mucha plata-
-No se trata de plata. Esto no es un robo. Vengo a romperte el culo-
-Queeee???- ahora sí llorando se tiró al suelo la mujer.
Mientras ella lloraba, él pensó si no habría alguien más en la casa.
-Si, lo que escuchaste. Cuando se me pone un culo en la cabeza, no puedo volver a ser yo hasta no terminar con su portadora-
-Sos un enfermo!- rugía Soledad en su desconsuelo– qué es esto? Por el amor de Dios, dejáme vivir hijo de puta!-
-Los pantalones te dije. Sacátelos-

Sus experiencias anteriores le decían que esta mujer no estaba capacitada para sacárselos por sus propios medios.
Como tantas veces en el pasado, iba a recurrir al culatazo en la nuca.
En ese momento sintió que alguien tocaba el timbre, pero nada lo distrajo.
No alcanzaba a sentirse preocupado, ocupado sí, pero sabía que aún estaba viva, aunque indefensa como los primeros meses de vida.
Desconocía ese tipo de cierre ladeado. De igual manera no le tomó mucho trabajo bajarle conjuntamente los pantalones y la bombacha color lila.
Debido al calibre largo y angosto de su arma no hubo mayor inconveniente en que ingresara casi completo por el recto, pese a no utilizar ningún tipo de dilatante.
Su victima número diecinueve no alcanzó nunca a engrosar la lista donde luego de cada crimen colocaba el nombre en la pizarra de su dormitorio.
La policía, que fue alertada por la viejita que venía a traerle la ropa limpia, al ver muerto el perro, tardó un tiempo entendible en llegar al centro de la escena. Sin disparos ni resistencia, se entregó a las autoridades.

Después del allanamiento a su hogar, se conocieron los otros dieciocho crímenes con violación sin resolver que años atrás conmovieron a la ciudadanía.
Juan Pablo Sertore hallaría su fin en la cárcel por la misma vía que lo habían hecho todas sus víctimas; por el culo. En su declaración negó sentirse arrepentido, asegurando que de tener la oportunidad volvería a actuar de la misma manera. Camino al patrullero, un reportero le pregunto si se iba a declarar minusválido mental para no ir a la cárcel, a lo que contestó: de ninguna manera.
Invocando a su madre, dato curioso, pidió por favor se le concediera como última voluntad, la entrega de un camisón nuevo, rosado, que se podía conseguir en la avenida Cabildo, a la altura del setecientos.

Homero Manzi. Una mitología del suburbio.

por Nicolás Sosa Baccarelli

Escribiría sobre su ausencia una elegía imposible, un verso simple y puro que tenga un organito, una viuda y una luna temblorosa sobre la que recostarme. Y un zaguán para robarle besos al percal en las oscuridades.Me gusta creer que nació en un corralón, festejado con silbidos de guapos y arrullos de lavanderas. Trajo su niñez desde el interior atravesando una pampa que entonces era infinita para instalarse en el barrio de Boedo, en la esquina que da al terraplén y respira de zanjones olorosos. Y allí aprendió a oír con claridad la voz de los que no la tienen. Cuando empecinado en la lectura de los clásicos presenció como Carriego "la luna en el cuadrado del patio, un hombre viejo con un gallo de riña, algo, cualquier cosa. Algo que no podremos recuperar..." ( Borges, Otras inquisiciones). Tal vez fue la jaula oxidada de un canario o la observación justa de González Castillo sobre una esquina cualquiera de Boedo lo que le develó el universo en una plenitud insólita: el barrio.En esta órbita brillan entre nuestras letras los nombres de Almafuerte (1884-1917) y de Carriego (1883- 1912), atribuyéndosele a este último, no sé si con acierto, el "descubrimiento" del barrio como tema de la poesía. Probablemente antes de él haya sido el arrabal, destinatario ocasional, y hasta diríamos accidental de versos que lo rozaban para referirse a otras cosas juzgadas más dignas. Sin duda podemos creer que fueron estos poetas los que vieron con anticipación el milagro de lo sencillo y de la anécdota simple.En este panorama aparece Homero Manzi decidido a dejar la poesía de la métrica obsesiva y la academia, para contarnos versos que vislumbra entre las celosías.Recibió como ninguno la potencia de lo que está allí a la vista y por eso mismo pasa inadvertido y construyó con "ojos cerrados de sueño" y "un ramito de ruda detrás de la oreja" ( Manoblanca) hombres que no eran jinetes de corceles briosos, excepcionalmente "literarios" sino carreros de caballos flacos que trotaban por los callejones volviendo al corralón.Horacio Salas lo presenta como "el primero en convertir las palabras de los tangos en poesía" abriendo así el arduo camino que el género debió transitar para obtener licencia de reconocimiento en las "altas esferas de la cultura", círculo hermético que, históricamente, se abre y se cierra sobre los mismos.En 1928 se conoció su tango Viejo ciego tomado por muchos como el hito inicial del nuevo horizonte que el poeta abre al tangoCon un lazarillo llegás por las nochestrayendo las quejas del viejo violín,y en medio del humoparece un fantochetu rara silueta de flaco rocín.Ninguna alusión al amor atormentado, ni al paisaje nocturno de la angustia o del aturdimiento, ni lupanares sórdidos que fueron la oscuridad y el nacimiento de este género que cultivamos.Lector de los grandes poetas, Manzi lució un lenguaje simple, desprovisto en general de giros lunfardescos, con el que supo construir imágenes que nos llegan hasta herirnos y nos hacen añorar una infancia de recuerdos perdidos que algunos sentimos íntimos sin haberlos alcanzado. Sintió la presencia del baldío atardecido con yuyos e inundaciones, de un interior remoto que ya conocía y que se adivinaba en las quintas cercanas; de los almacenes que se deshacen con el tiempo... sin testigos. De lo que se iría para siempre. Y supo abrir una temática diferenciada de las entonces existentes, sobre la nostalgia de lo cotidiano.A esta línea precedía la primigenia tendencia de letras picarescas nacidas en los prostíbulos del sur; la tendencia del amor frustrado que llevaba necesariamente al lamento por la soledad y el abandono; y la temática de resignación y protesta que tal vez inaugura Discépolo con Que vachaché, dos años antes de Viejo Ciego.La influencia lorquiana en su obra, que algunos han injustamente exagerado, se evidencia en algunos elementos comunes y en el tratamiento de algunas rimas con claros aires de romance.En Sebastián Piana encontró la música oculta que su verso milonguero originalmente arrastra. Con él escribió Milonga sentimental, Milonga del 900 (ambas grabadas por Gardel) y Milonga triste, entre otras.El tiempo, con gran justicia, ha popularizado algunas de sus piezas mejores: Malena, reunión de comparaciones insuperables:Tus ojos son oscuros como el olvido,tus labios apretados como el rencor,tus manos dos palomas que siente frío,tus venas tienen sangre de bandoneón.El último organito, elegía y fábula arrabalera:Las ruedas embarradas del último organitovendrán desde la tarde buscando el arrabal,con un caballo flaco, un rengo y un monitoy un coro de muchachas vertidas de percal.Eufemio Pizarro, con el que rinde culto respetuoso a esos hombres que son al tiempo, realidad y leyenda.Decir Eufemio Pizarroes dibujar, sin querer,con el tizón de un cigarrola extraña gloria con barro y ayerde aquel señor de almacén.Fuimos, De barro, Ninguna, El pescante y Barrio de tango donde nos habla de "la luna chapaleando sobre el fango" y nos advierte del "misterio de adiós que siembra el tren".Con memorables incursiones en el cine y en la política, ámbito en el que se definió y actuó como yrigoyenista revolucionario, fue expulsado del propio radicalismo, cuando sus convicciones lo llamaron, como a tantos otros, a ser peronista en el 45 y a dejar de serlo, luego.Asfixiado por la angustia de la muerte próxima confesó saber de lo irrecuperable y se eternizó en el cielo más noble al que un hombre puede aspirar: la tradición de un pueblo que lo silba y lo canta... para siempre.Sur,paredón y después.Sur,una luz de almacén(...)Las calles y las lunas suburbanasy mi amor y tu ventanatodo ha muerto ya lo sé....